Del 9-N al 1-O, un punto de no retorno

El president Puigdemont y su esposa han votado en Cornellà de Terri.

El president Puigdemont y su esposa han votado en Cornellà de Terri. / periodico

ENRIC HERNÀNDEZ

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Lo que mal empieza, mal acaba. Ni el independentismo ha leído correctamente sus últimos resultados en las urnas (autonómicas del 2012 y 'plebiscitarias' del 2015), ni el Gobierno del PP ha sabido medir la magnitud que en los últimos años ha adquirido en Catalunya la desafección hacia el resto del Estado. La suma de ambas presbicias cristalizó en la ominosa jornada de ayer, que amaneció con brutales cargas de la Guardia Civil y la Policía Nacional en los colegios electorales, que empujaron a muchos no independentistas a votar en señal de protesta, y finalizó cuando, sin ofrecer dato alguno del escrutinio, Carles Puigdemont dio por ganado el plebliscitoCarles Puigdemont y anunció que el Parlament activará la declaración unilateral de independencia (DUI), de acuerdo con la suspendida ley del referéndum. Un despropósito mayúsculo.

El conflicto entre las autoridades catalanas y el Gobierno de Mariano Rajoy alcanza así un punto de no retorno. La vulneración sistemática del Estado de derecho por parte del frente independentista culminará, pues, con la proclamación unilateral de la República catalana. Y la firme respuesta del Estado tendrá consecuencias tanto personales, para los promotores de la secesión, como colectivas, para el conjunto de los catalanes y las instituciones que fundamentan su autogobierno. Catalunya, y con ella España, entran en una ignota etapa de regresión. 

Y todo ello, después de una accidentada jornada de votación carente de las más mínimas garantías democráticas. Una hora antes de la apertura de las urnas, el 'conseller' Jordi Turull dio la puntilla a la escasa verosimilitud democrática que aún le quedaba al 1-O al anunciar que se podría votar en cualquier colegio, con papeletas traídas de casa y sin sobres. El pretendido carácter vinculante de la consulta quedaba definitivamente pulverizado. Era, a lo sumo, una reedición del proceso participativo del 9-N en versión 4.0, con el sistema de recuento alojado en la nube y gestionado desde los móviles particulares de los voluntarios. Un simulacro concebido en la clandestinidad cuyo resultado ninguna cancillería europea reconocería jamás.

¿Por qué?

Entonces, ¿por qué? ¿Por qué, tras dinamitar logísticamente el 1-O hasta reducirlo a poco más que una recogida de firmas, el Estado entregó esta victoria  moral al independentismo al autorizar --o no evitar mediante un operativo mejor diseñado y coordinado con los Mossos-- las agresiones policiales a ciudadanos pacíficos, armados solo con inocuas papeletas y sus legítimas ansias de votar? 

La respuesta a este interrogante hay que buscarla, de nuevo, en el precedente del 9-N. Rajoy se sintió traicionado cuando toleró la consulta y luego Artur Mas sacó pecho.  Hubo resoplos y lamentaciones a la derecha del líder del PP, a quien siempre han tachado de demasiado blando. El desafiante «referéndum o referéndum» , con la calle movilizada como force de frappe, dio pie a Rajoy a enmendar aquella flaqueza. Esta vez la respuesta del Estado sí sería ejemplarizante. Que no siempre es sinónimo de edificante.