La rueda

No quiero que gane España

JOAN Ollé

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Hace, como de todo, ya 20 años. También era tiempo de Mundial y Jaume Melendres y un servidor participábamos en Valladolid en uno de esos congresos de teatro donde te dan de dormir y comer bien a cambio de soltar un discursito. Saliendo de una de las sesiones, ya tarde, la calle era una perfecta algarabía porque el equipo español acababa de ganar a no sé qué selección. Jaume y yo íbamos caminando, cuando pasaron por nuestro lado unos muchachos gritones, armados de banderas y que, al darse cuenta de que hablábamos en catalán, empezaron a soltar la letanía de «catalanes hijos de puta, separatistas, viva España...» Jaume, que era tanto o más canijo que yo ( y ellos, unos armarios llenos de cerveza ), lejos de huir –que era lo más aconsejable–, les invitó al debate. Melendres era un exquisito pedagogo y la cosa terminó compartiendo una civilizada cerveza con aquellos mamelucos que pocos minutos antes querían quemarnos en la hoguera de la hispanidad.

La escena se repitió esta semana en Barcelona. Recién España acababa de vencer a Honduras, nosotros estábamos en el estudio acristalado de Catalunya Ràdio que da a la Diagonal haciendo tranquilamente nuestro programa cuando, de pronto, una veintena de cretinos de no más de 20 años, uniformados con camiseta roja y cerebro rojigualda, empezaron a repetir la letanía, esta vez con saludo fascista y Cara al sol, mostrándonos sus genitales, aporreando el cristal con el palo de sus banderas y destrozando algunos retrovisores de las unidades móviles de la radio. La culpa era evidentemente nuestra, como en Valladolid, por hablar en catalán. Y Jaume ya no estaba aquí para invitarles al diálogo.

Frecuentemente, nacionalismo y necionalismo se confunden, ganando siempre por goleada el segundo. Y eso tanto vale para el toro como para la cuatribarrada. ¿Por qué una victoria futbolística acarrea necesariamente daños colaterales que nada tienen que ver con la deportividad? No, de verdad: por el bien de todos, no quiero que gane España. Francia, dicen, ha hecho el ridículo, pero se ha librado de la barbarie. Enhorabuena.