Análisis
Que rebrote la vida
Hay que estar alerta sobre el futuro del solar, un pastel demasiado apetitoso
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
Cuando me fui de casa de mis padres, el primer tugurio que pude alquilar estaba junto a la cárcel Modelo, una mole esquinada en un rincón del barrio como una olla a presión, como una araña anómala de seis patas. Los vecinos apretábamos el paso en torno a Rosselló, Provença, Nicaragua y Entença, más por incomodidad que por recelo. Transitar por el perímetro de la prisión, la soltura de bajar a comprar el pan o el simple gusto de dar una vuelta se parecían excesivamente a devorar un pollo en las narices famélicas de Carpanta; la frontera entre el fuera y el dentro era demasiado difusa.
A veces, se veían calcetines desmayados en los barrotes de las ventanas y, a según qué horas, los familiares –madres, hermanas, novias, payas y gitanas– se comunicaban con los reclusos a voz en grito desde la acera. De todo esto hace un rato. Fue antes de la fanfarria olímpica, en los años malos de la masificación y los motines, cuando la rumba taleguera ponía música a los estragos del caballo. La droga se arrojaba al interior desde la calle, atada a un cubito de hielo que daba el peso necesario al arco de la parábola y luego, cuando el calor lo deshacía, las papelinas caían desde la red metálica al patio del penal como hojas inocentes en otoño. La trena, el maco, chirona, el trullo... Un universo muy distinto a las cárceles de la ingeniería financiera.
EMPAPADA DE MUERTE
La prisión es tan solo tiempo de espera para recuperar la libertad, y me temo que el de la Modelo nunca fue modélico. Ayer, más de un siglo después de su inauguración, en 1904, se echó la llave a un centro que debió haberse cerrado hace lo menos 30 años. Pienso sobre todo en la muerte que empapa sus muros, en los centenares de ajusticiados a garrote vil, desde los primeros anarquistas, los represaliados por el franquismo y hasta el último de los ejecutados, Salvador Puig Antich, el 2 de marzo de 1974. A las seis de aquella mañana, cuando las echaron del recinto, sus hermanas aguardaron en el bar Modelo a que el coche fúnebre sacara el ataúd por la puerta de la cárcel; el bar estaba justo enfrente, y hace poco cerró por jubilación.
El final deseado obliga, sin embargo, a permanecer alerta sobre el futuro de un solar inmenso, el equivalente a dos manzanas. Un pastel demasiado apetitoso en el Eixample y en pleno apogeo de la gentrificación, ese proceso perverso que significa echar a los vecinos de toda la vida para que lleguen los de la billetera crujiente; ya conocemos el trile de las recalificaciones, el engaño de buscar la pelotita debajo del cubilete. La Modelo pertenece a la ciudad y a su memoria. Otra cosa será cómo se transforma. ¿Guarderías? ¿Una residencia para ancianos? ¿Una biblioteca? Cuesta imaginar tales usos en un espacio de angustia, pero que hablen los buenos urbanistas; me inclino por talleres para artistas y un inmenso pulmón verde del que tan falta está la ciudad, un bosque urbano, como planteaba hace unos días la arquitecta <strong>Olga Guday</strong> en estas páginas. Y que rebrote la savia de la vida donde hubo muerte.
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