Al contrataque

Qué hostia

Rita Barberá, en su escaño del Senado.

Rita Barberá, en su escaño del Senado. / periodico

CRISTINA PARDO

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He observado a unos cuantos políticos en los últimos años y he llegado a la conclusión de que a muchos, sean del partido que sean, les une el mismo mal: su incapacidad para detectar la aparición del estigma, ese momento en el que el declive es imparable. Le pasó a Esperanza Aguirre, cuando aparcó en el carril bus del centro de Madrid y huyó de la policía apartando a golpes la moto de un agente. La lideresa hizo una gira mediática (y errática), y a las pocas horas ya había más versiones de aquel suceso que de los grandes éxitos de los Beatles. Aguirre se definió entonces como una «pobre sexagenaria», pero a ojos de los ciudadanos ya era una caricatura a medio camino entre Emerson Fittipaldi y el encargado de un criadero de ranas. Algo parecido les ocurrió a Mariano Rajoy con el SMS a Bárcenas, a Felipe González con aquella manía suya de enterarse de todo por la prensa, a Artur Mas cuando escuchó eso de «usted tiene un problema y ese problema se llama tres por ciento» o a Francisco Camps el día que quiso «un huevo» a un señor con bigotes.

Rita Barberá no consigue digerir su declive. No comprende por qué está su nombre en el Tribunal Supremo, no se explica por qué el presunto blanqueo supone un problema si el dinero no ha ido a parar a su bolsillo, no asume la catástrofe como broche a toda una vida política y no entiende la frialdad por parte del Partido Popular. Cada vez que Rajoy iba a Valencia gritaba que ella era la mejor. Cada vez que el liderazgo de él estuvo en cuestión, Barberá fue decisiva. Ahora, la exalcaldesa de Valencia no reconoce al partido: la mitad le parecen unos ingratos y la otra mitad, unos jóvenes inexpertos y desleales que no están dispuestos a mancharse por nadie. Sigue pensando que el PP es ella.

Asumir la decadencia

Barberá comenzó a despeñarse cuando, en plena crisis económica, intentaba convencernos con una arrogancia insoportable de que recibir bolsos carísimos (pagados con dinero público) era lo más normal del mundo. También decía que ir a hoteles de cinco estrellas y organizar comidas que costaban un salario mínimo interprofesional era algo imprescindible, porque no le gustaban «los cutreríos». Llevaba tantos años en la cima, que ya no distinguía el punto intermedio entre los «cutreríos» y los volquetes de cigalas. No asumió que su decadencia era una realidad hasta la noche de las elecciones municipales, cuando, creyéndose a salvo de cámaras indiscretas, se abrazó a sus colaboradores murmurando: «¡Qué hostia, qué hostia!». Alguien debió decirle ese día que se fuera a casa. Era muy tarde para blanquear su dilatada trayectoria política, pero quizá -y solo quizá- no estaríamos ante el «cutrerío» en el que se ha convertido este agónico final.