La rueda
¡Qué bello es discutir!
Hay personas con las que me gusta discutir porque me resulta como un juego. Por discutir quiero referirme al desacuerdo sobre algo sin que eso suponga regañar con quien se disputa. Hay gente que es discutidora y otra que intenta por todos los medios contradecir lo menos posible a los demás. Yo me quedo con las primeras, aunque sea más agotador. Me gusta la gente que discute si lo lleva a cabo con argumentos, y no me gusta la que te da la razón para no tener que llevarte la contraria. Incluso pienso que son más de fiar los primeros que los segundos.
Confieso que a veces discuto espoleado más por la actitud con la que se me contradice que por el motivo en cuestión. Comentando este asunto con un conocido psicólogo, me decía que en el intrincado mundo de las parejas esto resulta muy habitual; entre parejas en las que existe un vínculo emocional deteriorado se pone más énfasis en contradecir al otro que en argumentar sobre el motivo de la discusión. Porque en esas disputas subyace un reproche que resulta de la acumulación de muchos más. Entonces todo se complica. En esas disputas se persigue más una victoria que la voluntad real de convencer, es un 'a ver quién puede más', más a través de la fuerza dialéctica que de la razón. Lo malo es que en este tipo de discusiones, a la larga, nadie sale ganando.
Todo esto se complica aún más cuando el tono y el volumen son desproporcionados. Si se eleva la voz, es muy probable que se avive la irritación y se enrede exponencialmente todo. Según dice Francesc Miralles en un artículo en 'El País', «pocas veces discutimos para entender al otro y acercar posiciones, sino para desarmarlo atacando sus puntos débiles y golpear sobre ellos». Con todo, he llegado a una conclusión: discutir puede ser muy entretenido; aunque lo mejor, créanme, es que discutan sin llevarse la contraria.
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