El niño de Bescansa

JOSEP MARIA POU

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Las gentes del teatro sabemos que trabajar con niños es desesperante. Las horas de rodaje se eternizan hasta conseguir que a la criaturita en cuestión se le ocurra hacer de buen grado, es decir, jugando, a su aire, aquel guiño o mueca requeridos por el guion. Paciencia infinita. Las cantidades de buenismo y comprensión vertidas en el plató son, en tales casos, inconmensurables.

Por no hablar del resultado final. Ya puede el actor más grande decir a Shakespeare mejor que Sires, Lores y Pares juntos (léase Gielgud, Olivier, Richardson y Redgrave) que como tenga al lado, en el mismo encuadre, aunque sea al fondo, en una esquina, a un niño robando plano, no hay actor ni Shakespeare que lo supere: vista y oído están con el del fondo, seguro.

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Viene esto a cuento de lo sucedido esta semana en el Congreso con el estreno de 'El niño de la Bescansa'. Los de Podemos salieron de promoción y arramblaron protagonismo, portadas y apertura de telediarios como nadie hasta ahora. Un diez para su departamento de márqueting. De seguir así veremos, en proximas sesiones, a algún diputado con su abuelo centenario al que no puede dejar solo en casa, o a algún otro con sus gemelas univitelinas que ese día no tienen clase de ballet porque a la profesora se le ha roto el escafoides y alguien tiene que cuidar de ellas, las pobres. Es más, si hasta ahora el deporte habitual era que diputados y diputadas se pasaran, unos a otros, la patata caliente, no será de extrañar que a partir de ahora lo que se pasen sea el bebé de la colega: quema menos, abulta más y tiene foto asegurada.

En la Sevilla del siglo XIX, en la Fábrica de Tabacos, se permitia a las cigarreras llevar a sus hijos al trabajo y amamantarlos sobre la marcha. Cuentan, incluso, que la cuna se inventó en ese lugar de Sevilla, pues la propia fábrica facilitaba los cajones de mercancía en los que se depositaba el bebé que la madre mecía con los pies mientras liaba cigarros con las manos. Pero -siempre un pero, en todas partes-, hubo que terminar con la costumbre porque los niños enfermaban -todos- y llegaban a morir -algunos- de intoxicación nicotínica aguda.

No me atrevería yo a decir que el aire que se respira hoy en el nuevo Congreso de los Diputados sea mucho mejor que el de la tabacalera de antaño. Y no por la nicotina, precisamente. Otros miasmas -sutiles y no tan sutiles- pueden hacerlo irrespirable, tirando a venenoso, para niños y adultos al tiempo. Señora Bescansa, yo de usted, le pondría mascarilla al niño.