EL RADAR

A por ellos (Deluxe)

El anticatalanismo padece una contradicción insalvable: ama tanto a Catalunya en España que le sobran unos cuantos catalanes. Ahora mismo, unos dos millones

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Joan Cañete Bayle

Joan Cañete Bayle

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Jorge Javier Vázquez, muy serio, dio paso en plena gala de Gran Hermano revolution a los servicios informativos de Tele 5. El momento merecía la interrupción: vale que Carlota regresaba, pero es que el juez del Tribunal Supremo acababa de enviar a Carme Forcadell a prisión eludible previo pago de fianza. Y entonces, el público del plató del reality estalló en una salva de aplausos mientras Pedro Piqueras  explicaba la noticia. Algún olé se escuchó, que cuando hay algo que celebrar no hay por qué andarse con rodeos. Qué alegrón, Forcadell a la prisión. Ahora solo falta que Piqué por fin anuncie su retirada de la selección.

La crisis catalana (en realidad, la profunda crisis de Estado española) es tóxica. Nadie parece inmune a ella, amenaza incluso la estabilidad del Gobierno belga. Su coste en Catalunya resulta evidente, en el ámbito político, penal, social y económico. Pero también pasa factura a la sociedad española. El anticatalanismo es un pulsión con profundas y añejas raíces dentro del cuerpo social español. La mejor prueba de ello es que políticamente está aceptado que mantener o practicar posturas contrarias a Catalunya o al catalanismo político (como, no sé, recoger firmas contra un Estatut tramitado impecablemente dentro de la ley) da réditos electorales. Anticatalanismo y electoralismo son casi sinónimos fuera de Catalunya.

El conflicto a cuenta de la apuesta unilateral y fuera del ordenamiento constitucional y estatuario del independentismo catalán ha dado carta de naturaleza al atávico anticatalanismo, que se siente libre y legitimado para ofrecer su peor cara. Es el famoso «A por ellos», es esos polícías nacionales que se burlaron de Oriol Junqueras, es ese coche a través de cuya radio atronaba el «Que viva España» ante el Tribunal Supremo mientras Forcadell salía hacia la cárcel de Alcalá Meco. Es ese boicot a productos catalanes (impulsados, entre otros, por exministras socialistas), es ese ciscarse en Piqué por mezclar política y deporte y aplaudir a Sergio Ramos y a Javier Tebas por...  mezclar política y deporte. Es ese preguntarse si los diputados de PdCat y ERC siguen cobrando por ser diputados, es ese recibimiento en Atocha.

¿Exactamente qué aplaudía el público de Gran Hermano revolution? ¿Eran un colectivo de juristas a los que el razonamiento jurídico del juez Pablo Llarena les pareció tan sublime que los llevó a un éxtasis penalista y/o procesal? ¿Eran constitucionalistas dolidos por las sucesivas desobediencias de Forcadell al Tribunal Constitucional?  ¿O tal vez eran avezados analistas políticos que, contra toda lógica y mínimo conocimiento de la realidad catalana, consideran que la mejor forma que tiene el bloque constitucionalista de presentarse al 21-D es con todos los líderes independentistas en prisión preventiva?  No sé, igual eran arquitectos de ese proyecto común llamado España. Igual creían de todo corazón que la prisión preventiva no debe ser una herramienta que se use con mesura en un Estado de Derecho sino un castigo antes del juicio. Igual están más preocupados por el Estado que por el Derecho. A lo mejor aplaudían lo mismo que lo senadores que ovacionaban a Mariano Rajoy en cada recodo del camino del artículo 155. O igual, simplemente,  se alegraban de que Forcadell durmiera en la cárcel por el simple hecho de ser Forcadell.

Contradicción

El anticatalanismo padece una contradicción insalvable: ama tanto a Catalunya en España que le sobran unos cuantos catalanes. Ahora mismo, unos dos millones. En los buenos tiempos (y los ha habido) a nadie pareció importarle tender puentes, hacer pedagogía, educar en la diversidad, luchar contra esa atávica pulsión. Ahora que han llegado los malos, se impone el "a por ellos", a palo seco, versión deluxe o con homenaje a Manolo Escobar. 

Lo preocupante y peligroso no es que este anticatalanismo exista y crezca, que se venga arriba, que no se esconda, olé. Lo preocupante y peligroso es el silencio del resto de españoles que asisten impávidos a su expresión descarnada. Como si la intolerancia  pudiera controlarse. Como si una vez fuera el dentrífico pudiera volver adentro. ¿Recuerdan a Pablo Iglesias en la estación de Sants o el escrache a Mónica Oltra? Será que también son catalanes.