Los jueves, economía
La pobreza y los poderes públicos
La Administración hace como si la existencia de dos millones de personas necesitadas de alimentos no fuera con ella
Josep Oliver Alonso
Catedrático de Economía Aplicada (UAB) y codirector de EuropeG.
JOSEP OLIVER ALONSO
Un par de domingos atrás, en una tarde solitaria, tranquila y tan luminosa como siempre por estas fechas, salí a correr unos kilómetros. Al doblar la esquina, me di de bruces con una joven pareja que escarbaba en el interior de unos contenedores. Y a su vera, una pequeña de pocos años jugando con algunos de los restos extraídos de vaya a saber usted qué vertedero. En aquel momento, la niña se encaramó al último contenedor y se colgó de la barra que permite su apertura, como si de un columpio se tratara. Me paré en seco. Me pareció una imagen tan antigua y tan geográficamente lejana, que fue como viajar atrás en el espacio y en el tiempo. Aquella pareja y su hija parecían extraídas de Los de abajo, aquellos pobres irredentos de la famosa novela de Mariano Azuela sobre la revolución mexicana. Lastimosamente, esas figuras tan aparentemente irreales eran, y continúan siendo, expresión hoy y aquí de los daños de la crisis y de las consecuencias de su injusta solución. Es el paisaje que emerge tras la cruenta batalla de la larga recesión.
¿Cómo hemos respondido a esta catástrofe? Esta última semana hemos asistido a un impresionante movimiento solidario, el de la gran recogida de alimentos. Y sus resultados han sido excepcionales: las cerca de 22.000 toneladas recogidas en España, y las más de 4.000 en Catalunya, certifican la sensibilidad del país, su altura moral. Estos millones de kilos servirán para garantizar la alimentación a unos dos millones de personas, la población a la que atienden ordinariamente los bancos de alimentos. Son cifras increíbles, insoportables e indignantes. Y más aún cuando se cruzan con la estructura de las familias en las que se reflejan: cerca del 30% de nuestros niños viven en hogares por debajo del llamado umbral de la pobreza. Un eufemismo, utilizado por la Comisión Europea, el INE español o el Idescat catalán, para no tener que hablar abiertamente de lo inaceptable. Es pobreza a secas.
Y en este contexto, ¿qué hacen nuestros poderes públicos? Desconectan. Como si la existencia de dos millones de personas necesitadas de alimentos no fuera con ellos. Esta es otra derivada de la crisis. En ella, y como resultado de determinadas opciones políticas, hemos jibarizado el Estado, le hemos permitido desconectar de las necesidades sociales más básicas, y las hemos suplido con la caridad y la solidaridad ciudadana. No voy a entrar en el debate caridad-justicia social, pero creo que estarán conmigo con que, con cifras como las apuntadas, rebajar impuestos va en la dirección contraria a lo que socialmente es necesario. Y ahora, para más inri, Rajoy se presenta prometiendo más rebajas impositivas. Y ello en un país que tiene uno de los menores niveles de presión fiscal de la Unión Europea. Medida esta por el peso de los ingresos públicos sobre el PIB, en el 2014 España la tenía situada en el 38%, en línea con los valores de Grecia, Eslovaquia, Polonia y Gran Bretaña, pero muy alejada de la media del 46,3% de la eurozona o del 44,7% de la UE-28. Y solo por encima de Irlanda y Letonia (34% en ambos casos), Bulgaria (33,7%), Rumanía (32,6%) o Lituania (31,2%).Además de atender necesidades tan perentorias, la gran recogida de alimentos tiene otra gran virtud. Por unos días, la pobreza abandona su invisibilidad habitual y nos pone frente al espejo de nuestra miseria como país. Porque si algo caracteriza a esos colectivos de deprimidos y excluidos es la ausencia de ruido mediático, de manifestaciones exigiendo mejores condiciones de vida. Por dignidad, vergüenza o indiferencia, los pobres son, simplemente, silenciosos e invisibles.
Y si la gran recogida de alimentos manifiesta un problema de fondo, también otras iniciativas remachan el clavo. El país se nos ha llenado inevitablemente de organismos privados dirigidos a compensar insuficiencias públicas evidentes. Algo funciona rematadamente mal. Quizá nuestra fascinación por todo lo anglosajón (para muestra, el entusiasmo con el que se ha abrazado Halloween o el Black Friday) sea la expresión de algo más profundo. La de una sociedad crecientemente despegada de sus poderes públicos y que fía a la solidaridad ciudadana lo poco que puede hacerse para afrontar la pobreza.
Mal para nuestro futuro como sociedad. Un futuro de creciente desigualdad y, si no hay políticas redistributivas claras, de rampante pobreza también. La redistribución del ingreso a través del sector público ha sido el pilar sobre el que se han sostenido nuestras sociedades desde la segunda guerra mundial. Ahora parece que estamos desandando el camino. Pero tengan cuidado: frente a los estragos de la crisis financiera, y los que se generan hoy como resultado del cambio técnico, la globalización y el envejecimiento, ese retorno a lo individual y el abandono de la cosa pública no auguran nada bueno. ¿Regreso al pasado? ¿De nuevo la caridad?
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