ANÁLISIS

La respuesta ante el insulto

Sergio García y Samuel Umtiti discutiendo durante el partido

Sergio García y Samuel Umtiti discutiendo durante el partido / periodico

Sònia Gelmà

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Sergio García se equivocó con Umtiti. Y tan recriminable es su insulto racista como elogiable su posterior disculpa, primero en privado con el francés y después de manera pública.

Hace unas semanas fue Jefferson Lerma, jugador del Levante, quien denunció ante los micrófonos el mismo tipo de insulto por parte de Yago Aspas. El delantero del Celta lo negó a través de un comunicado de su club y hasta el momento nada se ha sabido de los comités.  

Que Umtiti o Lerma no acepten como algo normal e inevitable que utilicen el color de su piel despectivamente, como algo que debe "quedar en el campo", que tanto le gusta decir a los jugadores, supone un paso adelante en un deporte que durante demasiado tiempo ha permitido la violencia verbal, tanto en el césped como en la grada. Un deporte que a menudo es el contenedor donde los individuos que se amparan en el anonimato abocan toda su porquería mental. 

No hace tanto tiempo que se vivía con normalidad que una masa deshumanizada le hiciera el grito del mono a un jugador sin sentirse ni medio avergonzada. Desgraciadamente, aún se puede vivir alguna escena similar. La diferencia es que ahora la opinión pública lo censura, mientras que antes incluso se justificaba. 

Los pasos son pequeños, pero se sigue avanzando. Quizás en unos años tampoco se vivirá con extraordinaria indiferencia que la familia de un jugador sea insultada gravemente por cientos y cientos de aficionados y todo quede en una multa para el club meses después.

Son demasiados derbis ya en los que Shakira, una cantante cuyo vínculo con el fútbol es ser la pareja de Piqué, es insultada por una parte de la grada de Cornellà en un cántico que consigue en tres frases ser machista,

homófobo y racista.  Y así seguimos, un año más, hasta el próximo derbi.

La tibieza de las dos directivas

La tibieza de los dirigentes blanquiazules no es muy diferente a la que utilizan, en el otro bando, los directivos azulgranas cuando un reducto de descerebrados se acuerda de Jarque. Clubes que sólo ven la paja en el ojo ajeno. Cuando ellos son los atacados, entonces sí, comunicados, pero no se atreven con su propio público. Se dedican a pagar las multas, cuando las hay, y gracias.  

Piqué se equivoca con su guerra dialéctica, que ha pasado ya los límites de la broma de parvulario inicial. Su respuesta ante el insulto es molestar y, por lo visto, lo consigue. Pero su actitud individual, aunque por momentos fuera de lugar, logra que no se silencie el problema estructural, el de un deporte que permite que los espectadores se comporten como si fueran a un circo romano, como si no hubiéramos avanzado en 2.000 años.