Escándalos sexuales en el seno de la Iglesia católica
El perverso juego de la pederastia
Quienes ejercen poder sobre las conciencias se creen con derecho de apropiarse también de los cuerpos
Juan José Tamayo
Director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid
JUAN JOSÉ TAMAYO
No todas las llamadas telefónicas son ineficaces. Hay algunas que tienen efectos inmediatos. Los han tenido las dos que hizo el papa Francisco al joven profesor granadino que le escribió una carta informándole de los abusos sexuales que él y otras personas menores de edad sufrieron desde la infancia por parte de algunos sacerdotes y seglares. Francisco le llamó en dos ocasiones para pedirle perdón, mostrarle su apoyo, comprometerse a investigar el caso y decirle que lo pusiera en conocimiento del arzobispo de Granada, quien, a decir verdad, no mostró la misma diligencia que el Papa. Las llamadas de Francisco contrastan con el largo silencio de Juan Pablo II y del cardenal Ratzinger, durante su presidencia de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ante situaciones similares. Fue un silencio cómplice con los abusos sexuales producidos contra víctimas indefensas en numerosas instituciones eclesiásticas: parroquias, seminarios, noviciados, colegios, cometidos por cardenales, arzobispos, obispos, sacerdotes, formadores religiosos, educadores, padres espirituales, y conocidos por la citada Congregación por las numerosas denuncias que llegaban hasta ella. Esta, lejos de tramitar e investigar los casos denunciados y ponerlos en manos de la justicia, imponía silencio a las víctimas para que no trascendiera el escándalo de tamaña agresión y, a lo sumo, ordenaba el cambio de destino pastoral al religioso pederasta sin informar a la nueva feligresía de la razón de dicho traslado. El pederasta podía seguir cometiendo las agresiones sexuales con total impunidad.
La permisividad del delito, el silencio, la falta de castigo, el encubrimiento, la complicidad y la negativa a colaborar con la justicia convertían la pederastia en una práctica legitimada estructural e institucionalmente -al menos de manera indirecta- por la jerarquía eclesiástica en todos sus niveles. La raíz de tan abominable práctica se encuentra, a mi juicio, en la estructura patriarcal de la Iglesia católica y en su masculinidad hegemónica que convierte al varón en dueño y señor en todos los campos del ser y del quehacer de la institución eclesiástica: organizativo, doctrinal, moral, religioso-sacramental, sexual... Y no cualquier varón, sino el clérigo -en sus diferentes grados: diácono, sacerdote, obispo, arzobispo, Papa-, que es elevado a la categoría de persona sagrada.
La masculinidad sagrada, condición necesaria para ejercer el poder, lo domina y controla todo: el acceso a lo sagrado, la elaboración de la doctrina, la moral sexual, los puestos directivos, la representación institucional, la presencia en la esfera pública, el poder sagrado de perdonar los pecados, el milagro de convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, el triple poder de enseñar, de santificar y de gobernar. Este poder empieza por el control de las almas, sigue con la manipulación de las conciencias y llega hasta la apropiación de los cuerpos en un juego perverso que, como demuestran los numerosos casos de pederastia, termina a veces en las agresiones sexuales más degradantes para los que las cometen y más humillantes para quienes las sufren. Se trata de un comportamiento diabólico programado con premeditación y alevosía, practicado con personas indefensas, a quienes se intimida, y ejercido desde una pretendida autoridad sagrada sobre las víctimas.
El poder sobre las almas es una de las principales funciones de los sacerdotes, si no la principal, como se refleja en las expresiones «cura de almas» y «pastor de almas», cuyo objetivo es conducir a las almas al cielo, conforme a una concepción dualista del ser humano, que considera el alma la verdadera identidad del ser humano e inmortal. El poder sobre las almas lleva al control de las conciencias. Solo una conciencia pura garantiza la salvación. Por eso la misión del sacerdote es formar a sus feligreses en la recta conciencia que exige renunciar a la propia conciencia y someterse a los dictámenes morales de la Iglesia. Se llega así al grado máximo de alienación y de manipulación de la conciencia.
El final de este juego de controles es el poder sobre los cuerpos, que da lugar a los delitos de pederastia cometidos por clérigos y personas que se mueven en el entorno clérico-eclesiástico, que son el objeto de este artículo. Quienes ejercen el poder sobre las almas y sobre las conciencias se creen en el derecho de apropiarse también de los cuerpos y de usar y abusar de ellos. Es, es sin duda, la consecuencia más diabólica de la masculinidad sagrada hegemónica. Cuanto mayor es el poder sobre las almas y más tiránico el control de las conciencias, mayor es la tendencia a abusar de los cuerpos de las personas más vulnerables que caen bajo su influencia.
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