Las misas negras del periodismo

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LUIS MAURI / BARCELONA

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Suele decirse que todo empezó con Nieves Herrero en Alcàsser. El 27 de enero de 1993, unas horas después de que fueran hallados los cadáveres de las niñas Miriam, Desirée y Antonia, raptadas y asesinadas meses antes, la presentadora reunió en un teatro a unas familias devastadas por un tormento infinito, a un pueblo entero trastornado por el insoportable aliento de la maldad, y celebró una misa negra del periodismo.

Aquel aquelarre sensacionalista coincidió con el despegue de la televisión privada en España y multiplicó el morbo hasta cotas hasta entonces desconocidas en la información de sucesos. Después vinieron muchos más de semejante catadura ética, es decir, escasa cuando no nula. Otros presentadores interrogaron a cara descubierta a una menor de edad que había sido víctima de abusos sexuales del duque de Feria; a la madre de una niña violada y asesinada, a la que se le improvisó un plató en el lugar del crimen; a la esposa del presunto asesino de la niña Mari Luz; a la madre de 'El Cuco', el menor encartado en la desaparición y muerte de Marta del Castillo, previamente engrasada con 9.000 euros…

Un viscoso mejunje

Ninguna de esas entrevistas aportó información relevante y fidedigna sobre los sucesos en los que hurgaban. Tampoco se pretendía eso. Lo que se perseguía era fabricar buenas cantidades de ese viscoso mejunje compuesto de morbo, abyección y sufrimiento ajeno que tan rentable le resulta al 'show business' televisivo de la peor calaña.

Pero no es cierto que todo comenzase en Alcàsser. Herrero no inventó nada. El origen del periodismo sensacionalista, que excita la morbosa atracción humana por los acontecimientos más desagradables, se pierde en los anales de la historia de la comunicación humana. Y el oficio de informar no iba a quedar a salvo. No hay más que recordar el pulso por la hegemonía de la prensa amarilla que libraron a caballo de los siglos XIX y XX los magnates estadounidenses William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Sí, Pulitzer, el mismo cuyo nombre preside el reconocidísimo  premio periodístico y cuyas donaciones permitieron la creación de la prestigiosa escuela de periodismo de la Columbia University, también pecó, y a lo grande.

14.000 desapariciones

En España, cada año se denuncian unas 14.000 desapariciones de personas. Solo unas pocas (dos, tres, cinco) llegan a captar el interés de los medios de comunicación. Estos suelen ocuparse de aquellos desaparecidos que, por diversas razones, despiertan el interés del público y por tanto tienen impacto o relevancia sociales. Esto descarta, generalmente, a los ancianos dementes que equivocan el camino de vuelta a casa, a tantos adultos que deciden emprender una nueva vida sin despedirse de los actores de la antigua...

Las desapariciones que suelen atraer la atención la prensa son las susceptibles de tener un origen criminal (secuestro, rapto, asesinato...), especialmente si la víctima es menor de edad. Pero hay un factor que incide poderosamente en este modelo teórico: la actitud de la familia del desaparecido. Unas confían en la labor de la policía y optan por la discreción. Otras acuden a los medios con el propósito de que la difusión del caso espolee la investigación policial, aún a riesgo de acabar convertidas en morbosas marionetas por periodistas sin escrúpulos.

El negocio del morbo

Ambas reacciones de unas familias torturadas por la angustia son igualmente legítimas, por supuesto. Lo que carece de legitimidad es el enfoque que determinados informadores y medios dan a este tipo de sucesos, quebrantando la función de servicio público del periodismo para dedicarse en cuerpo y alma a la venta al por mayor de morbo: escenas de familias desgarradas por el dolor o la ira, llanto, mocos, aullidos, escabrosidad, miserias familiares ajenas al suceso... Nada de todo esto aporta información para tratar de resolver el enigma, solo busca aumentar la audiencia, es decir, el negocio, apelando a la morbosidad del público.

Algunos alegarán que la línea que separa la información del morbo en el periodismo de sucesos es tan  delgada que a veces resulta indiscernible y es inevitable traspasarla. Como si el cirujano que te debía amputar el meñique te rebanara el anular, lo siento, están tan juntitos. La línea es bien gruesa y visible. Y para traspasarla hay que darse impulso a conciencia. Un profesional sabe cuándo traiciona su misión informativa y se entrega a una orgía de morbo y banalización social. Todo lo demás son excusas de mal pagador.