Tenebroso

Nos oponemos a la pena de muerte por muy diversos motivos. Los que nos oponemos, claro. Los que la tienen en el menú, los que confían en ella y la defienden, utilizan la antigua argumentación del ojo por ojo, pero con el agravante de que no es la turba sublevada quien decide colgar al acusado en un arrebato de ira sino que es el Estado quien se ofrece como garante de la vida, es decir, quien la administra y decide el momento en que se acaba. Que el Estado mate es una perversión moral despreciable, porque se establece, más allá del castigo que es inherente al poder, más allá de la capacidad que el poder se otorga de infringir una pena, la voluntad explícita de matar, justo el acto contra el que lucha el legislador porque lo considera objeto de un delito terrible. El Estado se sitúa al mismo nivel que el asesino. Es un asesino, con la particularidad que pone fecha y día de la ejecución y la hace pública y la convierte en un servicio público, en una acción administrativa. Contra la pena de muerte hay razonamientos éticos y religiosos, está la losa infame de la irreversibilidad, pero también la acumulación de los detalles escabrosos, el sufrimiento inútil, la agonía del reo.

El mes que viene será un mes aciago. En 10 días, Arkansas matará a ocho condenados porque está a punto de caducar el Midazolam, el ansiolítico fulminante que es el primero de los tres líquidos que intervienen en la ejecución. Ya que caduca, tenemos que aprovecharlo. Será una maratón perversa y tenebrosa.