El cuerno del cruasán

¿Ir en pelota picada es de izquierdas?

JORDI Puntí

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La escena que ahora describiré tuvo lugar un mediodía de septiembre del año pasado. Plaza del Rellotge, en Gràcia. Sol. Terraza. Vermut. Un chico con una mochila y una guitarra atraviesa la plaza y se mete en un locutorio. Ante la mirada incrédula del dependiente paquistaní, el chico se quita la ropa y la guarda en la mochila. Al final, llevando solo unas sandalias -en sus carnes, vamos-, sale a tocar a la plaza. No recuerdo qué canción perpetró, y ese era su truco: mientras estábamos pendientes de la desnudez, no nos fijábamos en su escasa habilidad musical. Recuerdo, eso sí, que la actuación no se acababa nunca. Algunos turistas le hicieron fotos. Cuando el chico se acercó a las mesas y pidió «una ayuda para el artista», todo el mundo frunció el ceño. Demasiado cerca. Aquello, las aceitunas, las patatas chips, aquello.

Si no ha aprendido a tocar mejor, este verano el cantante en cueros lo tendrá difícil. Hace unos días el Ayuntamiento de Barcelona aprobó una normativa que prohíbe la desnudez pública. La Guardia Urbana avisará a los nudistas y, si no hacen caso, les pondrá una multa. La ordenanza se aprobó con los votos de socialistas y convergentes. ERC e Iniciativa votaron en contra porque les parece innecesaria y desproporcionada. Jordi Portabella, por ejemplo, hablaba de «evitar la privatización del espacio público».

Yo creo que, en este caso, los ideales de izquierdas les distorsionan la realidad. El problema no es el civismo ni la libertad de los nudistas. Estos son solo tres o cuatro, y todos les hemos visto: el chico de la guitarra, ese hombre que va en bicicleta y ese otro que suele andar por la Rambla con el cuerpo tatuado y un pene digamos largo. (Ninguna mujer, por cierto.) El problema tampoco son los albañiles que trabajan a pleno sol y sin camisa. No, el problema son los turistas que llegan a Barcelona como quien va a Playa Bávaro. Alquilan un apartamento barato en el Guinardó creyendo que está en segunda línea de mar, y cada mañana bajan en metro a la playa, solo con el bañador y la toalla. Luego, al atardecer, vuelven a pie, dejando un rastro de crema solar en cada bar y tienda. El problema, pues, surge cuando la ciudad se pliega a los designios del turismo. Cada vez más, este espacio público que defiende Portabella pierde su aire urbano y se vuelve un no lugar, un parque temático en el que yo me siento como un actor secundario. Hay días en que, más que vestido, voy disfrazado de barcelonés.