La encrucijada catalana

El peligro de la confrontación

El enfrentamiento como regla política es una vía que se sabe cómo empieza pero nunca cómo acaba

EUGENI GAY MONTALVO

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En estos momentos de incertidumbre política conviene recordar que nos encontramos dentro del marco jurídico de una democracia constitucional nacida de la Transición, que quedó plasmada en la Constitución de 1978, abrumadoramente ratificada por los ciudadanos españoles, para «garantizar la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo» y para proteger a todos los ciudadanos «y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones», como proclama en su preámbulo, en el que además llama a una cooperación pacífica y eficaz con todos los pueblos de la Tierra. Esta Constitución fue considerada ejemplar por la comunidad internacional y más aún por la comunidad jurídica, a excepción de aquellos sectores doctrinales que habían pretendido dar contenido al anterior régimen dictatorial.

En definitiva, el marco constitucional preserva, en primer lugar, la dignidad de las personas y el respeto a los derechos fundamentales que la comunidad internacional ya había reconocido. Además, reconoce la realidad pluricultural y plurilingüística, extendiéndola en su artículo 2 a la organización plurinacional dentro de la unidad de España.

Naturalmente, los sistemas jurídicos no son perfectos y el nuestro en particular es, hoy en día, sensiblemente mejorable. Sería poco riguroso pensar que la democracia es un sistema estático, pues precisamente se distingue de otros sistemas por su dinámica continua, y por el esfuerzo que debe realizarse para fortalecer los derechos fundamentales y el Estado del bienestar en aras a preservar la dignidad de las personas y de los pueblos que lo integran, como también a estrechar los lazos de solidaridad con otros pueblos.

Catalunya, como España y la misma Europa, constituyen hoy un espacio geográfico privilegiado que ha ido avanzando en un continuo proceso de participación, con sus naturales tensiones y discrepancias pero en sincera colaboración para hacer efectivos los derechos proclamados en su ordenamiento jurídico. En Europa, donde se han ido armonizando nuestros ordenamientos jurídicos dentro de las líneas básicas que los presiden (es decir, derechos humanos y Estado del bienestar), se han suprimido fronteras económicas y de mercado y se ha permitido la libre circulación de las personas, de manera que, si nadie lo estropea, Europa se consolidará en una verdadera unidad política respetuosa con las identidades, lenguas y culturas de quienes la conformamos.

La democracia es fundamentalmente diálogo, con sus pautas y sus reglas. Su observancia es la única manera de obtener una convivencia lo más pacífica posible. Esta es la lección que la historia nos ha legado, tanto para evitar la confrontación como para cicatrizar las heridas dejadas por la ausencia de ese diálogo.

Los ciudadanos, que en democracia no debemos ser jamás meros espectadores o pasivos receptores de la política, hemos de criticar con toda contundencia a quienes por activa o por pasiva omiten el diálogo, y debemos resistirnos a alinearnos con posturas que dicen ser democráticas pero abogan por la confrontación, por el no respeto a la ley, y que, en definitiva, se niegan a modificar el statu quo o a adaptar las leyes a las nuevas realidades sociales que van surgiendo.

Frente a estas posturas, que hoy nos resultan tan próximas, debemos abogar, y quizá ya sea demasiado tarde, por una pedagogía del respeto, del discernimiento riguroso en el análisis de las situaciones; como también por una beligerancia activa contra la corrupción, y por una pedagogía para saber distinguir cuándo es sincera la postura de los partidos, que nos son tan necesarios. Así, resulta incomprensible criticar la corrupción de unos y minimizar la propia. En la corrupción todos son culpables; pero cuando los involucrados en ella han sido claros referentes políticos y responsables de los partidos que nos han gobernado, son causa de escándalo y de desprestigio de nuestra sociedad. Además, con su conducta han abundado en la crisis, que probablemente no habría alcanzado la magnitud ni las consecuencias que ha tenido con la apropiación de dinero público de todos los españoles.

Como decíamos, hemos de ser exigentes con nuestros servidores públicos por sus omisiones, pero también por tergiversar las reglas constitucionales, especialmente la división y confusión de los poderes públicos o el abuso del decreto ley,  hurtando así la normal elaboración de las leyes. El peligro de la confrontación como regla política es que se sabe cómo empieza pero nunca cómo acaba. Por eso debemos exigir respeto al ordenamiento jurídico mientras este no se cambie y coraje para cambiarlo en lo que haga más fácil, justa y solidaria la convivencia de los únicos soberanos de este país, que somos sus ciudadanos.

También firman este artículo Eudald Vendrell y Leopoldo Gay Montalvo.