PECCATA MINUTA
París
La lluvia de París merecería ser patrimonio de la humanidad, así como los jóvenes que leen en sus cafés
Hemos pasado el fin de año, como últimamente, en casa de Lionel, Sarah y sus hijos Anna y Paul. Mi ahijada Anna es una enigmática princesa preadolescente con el pelo vagamente azul que apenas dice nada, y cuando habla es para abominar de las muchas injusticias que el mundo acumula sobre ella. El pequeño Paul, vistiendo la última equipación del Barça, decidió cambiar provisionalmente su nombre por el de Mardi (martes), mutación que celebramos montando el circuito de Scalextric. Todo esto, en una muy acogedora casa con bodega, patio, jardin y un par de gatos en Joinville-le-Pont, periferia chic de París a orillas del Marne.
En Joinville, los sábados hay mercado, un mercado atendido por hombres y mujeres con abrigo, bufanda y delantal que conocen y aman lo que venden, cortan quirúrgicamente queso con un fino hilo de metal y limpian coquilles Saint-Jacques con formas de prestidigitador; un mercado, como diria el casi belga Josep Carner, «amb botí de la mar, amb presents de la terra, amb molt de tot per a tothom». (En cada ostra se juntan los grises y verdes de todos los cielos, ríos y puentes de París, y en sus afinados quesos todos los besos del mundo.) Y, justo al lado del mercado, amenazante, la tienda del diablo, desde cuyos escaparates palabrotas como Chablis, Pouilly, Bourgogne, Sauternes o Sancerre nos incitan al caro pecado del placer.
Dos paradas obligatorias
La lluvia de París merecería ser patrimonio de la humanidad, así como los jóvenes que leen en sus cafés. La tarde del 31 la celebramos paseando sin paraguas por Chatelet y el nuevo Les Halles, no tan horrible como el de Bofill, fotografiándonos, como cada fin de año, con el Sena y la torre al fondo. Dos paradas obligatorias: comprar camisetas en Gap (las del año pasado amarillean) y unos inquietantes pantalones para mi hijo en una ritual tienda friki-punk donde ya nos conocen y nos abrazan al entrar.
La RER (Rodalies) nos devuelve a casa. El frío es la perfecta excusa para que el vaho matice los cristales y la madera arda en el fuego. Sarah, de orígen ruso, ha preparado tarama, y Lionel, medio polaco, gigot d’agneau. Llegan Christophe, Émilie y sus hijas Jeanne y Lola con besos y botellas. Después del aperitivo nos sentamos a la mesa de mantel blanco y planchado y velitas de dinner à la chandelle, como en un cumpleaños. A las doce menos cuarto, conexión con TV-3 para las campanadas. De las 132 uvas previstas para 11 comensales los niños ya se habían tragado algunas y tuvimos que compensarlo –temiendo algún oscuro maleficio– con gajos de clementina. A la hora de los licores, política: Lionel nos aseguró que si Kim Jong-un, Trump y Puigdemont cambiasen de peluquero el planeta iría mucho mejor. Al despertar recordé 2017 como si hubiese sido ayer.
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