Un tratado polémico

Otra división en la UE

Una parte de Europa teme que la negociación de un acuerdo comercial con EEUU dañe el modelo social

ALBERT GARRIDO

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Mientras el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha logrado que el Congreso le dé plenos poderes para cerrar acuerdos de libre comercio con países de la cuenca del Pacífico y con la Unión Europea, los europeos andan bastante lejos de adoptar una simplificación metodológica parecida. Mientras el 'establishment' europeo -conservadores, liberales y socialdemócratas- comparte los criterios básicos para salir del laberinto griego, está bastante lejos de ser un bloque cuando se ponen a discusión los criterios de negociación del TTIP (siglas inglesas del futuro tratado con EEUU). Mientras la izquierda europea, en general, no ha hecho de la causa griega un resorte para impulsar una gran movilización, puede que sí lo haga para oponerse o condicionar la negociación con EEUU, con el factor de confusión añadido de que un conglomerado de euroescépticos, eurófobos, nacionalistas desbocados y otros especímenes pudieran sumarse a la fiesta.

EL TTIP no es un tratado más; es la traducción práctica de lo que la corriente dominante entiende que debe ser el comercio global, sin cortapisas, sujeto al doble principio de rentabilidad y eficacia por encima de otras consideraciones. Hasta fecha reciente -el nombramiento de la Comisión encabezada por Jean-Claude Juncker-el secretismo o la falta de publicidad, como se prefiera, se adueñó del trabajo de los expertos y cundió la sospecha en un asunto de un billón de euros (cuantía de los intercambios comerciales entre EEUU y la UE). Una sospecha que se transformó en temor cuando circularon rumores no siempre fundamentados sobre lo discutido y aceptado por Bruselas a costa de someter el modelo social europeo a la desregulación galopante promovida por EEUU.

Voces críticas con fundamento

¿Había razones para recelar? Sí y no. Sí, porque la falta de información condujo directamente a la desinformación, y sí, también, porque el pleno del Parlamento Europeo de junio hubo de dejar para el de julio -si es posible un debate ordenado con un número manejable de enmiendas- la discusión de las recomendaciones que deben guiar a los negociadores. Sí, en cualquier caso, porque han surgido demasiadas voces críticas con fundamento en la familia socialdemócrata sobre los criterios para llegar a un acuerdo con EEUU, y sin el apoyo del segundo grupo del Parlamento no es posible que el TTIP vea la luz. Y no, porque mucho de lo transmitido por vía oral son elucubraciones inconsistentes o prejuiciosas, compartidas por familias ideológicas muy variadas.

El amago de transparencia del equipo de la comisaria Cecilia Malmström, que ha hecho públicos los documentos de la negociación en la web ad hoc, es un gesto voluntarioso, pero insuficiente, ante aquella parte de la opinión pública que reclama garantías de que Europa defenderá con decoro cuanto forma parte de su acervo político, económico y cultural. Más que de la literalidad de lo que se acuerde, el recelo tiene que ver con la aplicación y el día a día, con la falta de garantías de que en ningún caso la legislación comunitaria y las legislaciones nacionales quedarán sometidas o condicionadas por el trabajo de los hermeneutas de la letra menuda. No se trata solo de una desconfianza ideológica -la política condicionada por las multinacionales-, que también la hay, sino del temor a que las razones económicas se crucen en el cumplimiento de los compromisos sociales, de la preservación del medioambiente, de los estándares en el sector agroalimentario y, en fin, en los mecanismos de arbitraje -¿tribunales privados o públicos?, ¿resoluciones recurribles o no?-en caso de litigio.

Inventar nuevas herramientas

Lo dice muy sucinta y claramente el economista Thomas Piketty en su famoso y archicitado libro 'El capital en el siglo XXI': es preciso inventar nuevas herramientas que «permitan retomar el control de un capitalismo financiero que se ha vuelto loco». Frente a ese objetivo levantan la voz cuantos piensan que toda cortapisa es mala para los negocios, que es tanto como decir para el bienestar y el progreso, cualquiera que sea este. Ambos puntos de partida son incompatibles. Todo juego de manos que pretenda demostrar lo contrario no hará más que enturbiar el proceso y alimentar la desconfianza. No es posible un TTIP transversal, polivalente, multiuso, conservador y progresista, todo a un tiempo.

Puede ser, eso sí, un tratado posibilista aceptado por una mayoría parlamentaria. Pero si este es el caso, y seguramente lo será, corre el riesgo de entrar en una lógica de confrontación similar a la que enterró la Constitución europea, derrotada a un tiempo por el debate social y la exacerbación nacionalista. Claro que aquella vez no se manejaban cifras y ahora las cifras mandan, son el gran argumento de autoridad en defensa del TTIP.