La rueda

Te olvidaste de mí, Pablo

EMMA RIVEROLA

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Dices que la memoria no es odio ni rabia, pero quizá te equivocas. Porque la memoria es todo. La paz y la guerra. La luz y la oscuridad. El odio y el perdón. La memoria es necesaria, es imprescindible, es la savia que alimenta las soluciones nuevas. En ella anida la reparación de las víctimas, pero también los huevos de serpientes. Porque la memoria engendra conocimientos y escupe sentimientos. Incluso pasiones. Tan poderosa como un arma o tan inocente como un juguete. Depende de la mirada moral que contempla el pasado. Ese lugar siempre ajeno. A veces, inhóspito. A veces, el sueño de una arcadia perdida.

La cal viva forma parte de la memoria de una España de lazo negro y banderas a media asta. De los días de tiro en la nuca, de comprobar los bajos del auto, de silencios que pesan como losas en el pecho, de cartas que se cuelan en los hogares y dejan el terror como invitado. Años de huérfanos, de viudas y de padres sin hijos. Años de pérdidas que son la vida misma. De valor cuando el miedo se te come. Sí, también ahí está la cal viva. Pero la memoria no puede olvidarse de ningún rostro, Pablo. No puede ocultar a todos los protagonistas, porque si no, queda herida de manipulación. Y ahí, entre todos los semblantes, están los muertos y mutilados por ETA. También los socialistas lloraron sus muertos. ¿Te acuerdas de Ernest Lluch? Incluso, podemos encontrar el rostro de Otegi, a quien ahora le aplaudes la paz, pero también puedes vomitarle su pasado de guerra.

Te olvidaste de muchos, Pablo. De tantos votos prestados, de los sueños de un nuevo modo de hacer política, de enterrar a ese macho alfa que salta al cuello del oponente ante la mirada atónita de quien quiere otra España. Te olvidaste de la terrible fatiga de tantos, de la indignación que solo pide, solo ruega un acuerdo.