El oficio de la música

Desde que la SGAE cayó en saco roto con los supuestos tejemanejes de Eduardo Bautista y su corte de aduladores, las noticias para los autores, músicos, artistas y ejecutantes no han hecho más que empeorar.

Que subirse al escenario es cosa de vividores y bohemios que no damos palo al agua es un clásico en España. No bastó con que el Gobierno de Zapatero dejara al clan de la ceja con cara de tonto a las tres negando una ley antipiratería acorde con Europa, menudo semblante se nos quedó a todos cuando vimos que las únicas beneficiadas eran las empresas de telefonía que se forraron con las descargas, creando un efecto dominó que se quiso atribuir falsamente a los nuevos tiempos. El negocio continúa, simplemente cambia de mano y de formato; esto es el capitalismo. Los portales pirata hicieron su agosto y el autor, el músico y el ejecutante se quedaron a dos velas. Como siempre.

Luego vino la supresión del canon digital, otro triunfo de las majors tecnológicas frente al Estado, colocando el marrón al resto de los ciudadanos, que ahora pagamos la cuenta ante la no acción del Gobierno del señor Rajoy. Y ya para culminar un plan magistralmente dirigido nos faltaba la subida del IVA cultural, con el efecto más directo de todos, la desaparición de más del 25% de las empresas vinculadas por activa o por pasiva a la cultura.

Así que cuando uno escucha que el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido dinamizar la música en directo con medidas efectivas no puede más que celebrar la decisión. Los locales de pequeño formato son imprescindibles para el bagaje de quien intente hacer de la música su oficio, porque esto a lo que nos dedicamos muchos ciudadanos es un oficio como otro cualquiera -con sus peculiaridades-, que forma parte de una industria que a su vez crea puestos de trabajo y un PIB que países como Francia o el Reino Unido saben cómo rentabilizar creando talento y negocio a partes iguales.