La rueda

Oda al aburrimiento

Entre los deberes de los padres no hay ninguno que consista en distraer a los hijos

NAJAT EL HACHMI

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En el lugar donde viví hasta los 8 años me aburrí mucho. No había demasiadas distracciones, ni revistas ni libros, y todavía menos televisión. Solo la radio del abuelo que era intocable y el vasto paisaje. Encima las mujeres de la casa, que distraían mucho con sus historias a lo largo del día, tenían la manía de no saltarse nunca la siesta. Lo normal si tenemos en cuenta que desde que se levantaban al amanecer no paraban de trabajar, en casa o en el campo. Pero aquellas horas de sol pesado y silencio denso las recuerdo como eternas, pesadísimas. No me di cuenta entonces que me servían para cultivar vida interior, para pensar, imaginar, para procesar despierta lo que pasaba a mi alrededor.

Después cambiamos de país y los veranos bajo los tres meses de infierno de Vic eran igual de aburridos que los rifeños. Pero buscábamos la frescura de la biblioteca donde podíamos saciar la necesidad de seguir soñando despiertos.

Ahora los niños, cuando llevan unos minutos sin distracciones, manifiestan indignados «me aburro» y lo dicen desesperados, instándonos a solucionarles un problema tan grave. De hecho, así nos lo tomamos los padres, actuando con urgencia y planificando el tiempo de ocio para evitar la temida frase «me aburro».

Yo a los que tengo por casa les dejo las cosas claras en cuanto tienen suficiente edad para entenderlo: os he gestado, os he parido, les digo, os he amamantado. Os cuidamos, intentamos que no os falte la ropa, los buenos alimentos, el cobijo, la educación y todo el amor de que somos capaces, pero no tenemos ninguna obligación de hacer de animadores socioculturales. Entre los deberes parentales no hay ninguno que consista en distraer a los hijos, a servirles de entretenimiento. Es más, en estos momentos lo que debería convertirse en un derecho constitucional es precisamente este, el derecho al aburrimiento.