La política exterior de Washington

Obama frente al mundo

El contexto en el que el presidente de EEUU debe preparar su legado es delicado y contradictorio

PERE VILANOVA

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El presidente Obama pronunció hace unas semanas un importante discurso sobre política exterior para fijar la posición de Estados Unidos en el mundo, pero lo curioso es que lo hizo en West Point, la prestigiosa Academia General Militar estadounidense, ante un parterre de cadetes, jefes, oficiales y los más altos cargos militares del país. En cambio, en el 2009, en el discurso de aceptación del Nobel de la Paz (¿por qué el comité del premio se lo dio a un jefe de Estado en ejercicio, que acababa de tomar posesión y que literalmente no había hecho nada concreto en materia de política exterior?), Obama hizo un discurso muy militar, en el que justificaba el uso de la fuerza militar en una escala sorprendente.

El otro día, en West Point, no. Todo su discurso se basó en la diplomacia, la autocontención en el uso de la fuerza, el multilateralismo, la necesidad de concertación con los aliados y de ampliación de la lista de estos. Acción diplomática colectiva, con los europeos, con líderes asiáticos, latinoamericanos... E intercaló frases ingeniosas: «Aunque tengas un martillo muy potente, eso no significa que todo lo harás a martillazos». Los expertos se apresuraron a analizar con lupa el discurso para verificar si una vez más estamos ante «un giro histórico», la confirmación del «declive de la hegemonía norteamericana», etcétera.

En realidad, la política exterior de EEUU tiene más líneas de continuidad histórica que de discontinuidad, al menos desde 1941, con la entrada en la segunda guerra  mundial. Con estilos diferentes, con habilidades comunicacionales muy desiguales (comparen un Obama o un Reagan con Carter o Nixon), la línea maestra de la política exterior ha sido siempre la defensa del interés nacional, que formuló con claridad meridiana el presidente Truman en 1947. Con o sin guerra fría, esta ha sido la brújula, y en segundo lugar, pero solo sin perder de vista lo primero, se puede analizar cómo unos presidentes lo han hecho con unos modos, y otros, con otros.

El contexto delicado en el que se mueve Obama -y eso explica el discurso de West Point- es el de estos últimos años de presidencia. Está en el ecuador de su último mandato y tiene que medir bien lo que haga o no haga, pues eso determinará su herencia frente al mundo, su legado. Y el contexto es delicado y contradictorio. Por un lado, el fiasco de su imprudente declaración sobre la línea roja y el uso de armas químicas en Siria, pues el régimen sirio cruzó esa línea y… no pasó nada. O mejor dicho, sí pasó, porque Asad, con el apoyo de Rusia, consiguió tres cosas: llevar el tema de Siria a la ONU, de modo que con el veto garantizado de Moscú quedaba confirmada la continuidad del régimen; desactivar todo debate creíble sobre si se debía o no intervenir en Siria en nombre de la llamada responsabilidad de proteger, concepto que ha pasado al baúl de los recuerdos; y, sobre todo, dejar a Obama con el paso totalmente cambiado, lo que afecta directamente a la credibilidad de EEUU no solo para el caso sirio sino también para otros conflictos en los que la moral más elemental desearía algún tipo de acción en materia de derechos humanos.

Aquí aparece claramente la sombra de las dos guerras que Obama heredó de su predecesor y le ha tocado a él terminar, al menos en cuanto a sacar a EEUU de ellas. Son guerras que no se han perdido militarmente pero que no se han ganado, sobre todo políticamente. Y si en Afganistán podemos pensar que ha acabado en una especie de tablas, en Irak el conflicto llama de nuevo a las puertas de EEUU, pero en un contexto en el que Washington ni puede ni quiere reengancharse. Ahora es una guerra civil intercomunitaria (entre sunís y chiís) a escala iraquí, pero también siria.

En estas condiciones, es cierto que la realidad devuelve a Obama a la más cruda realpolitik: el caso de Irak exige algún tipo de interlocución y colaboración entre EEUU e  Irán. Es lógico, pero, como ha pasado cada vez que Obama ha querido mediar en el conflicto israelo-palestino, la cosa se le ha convertido en un problema muy serio de… política interior norteamericana. En el caso de Irak, las encuestas muestran una abrumadora mayoría a favor de no involucrarse, e incluso una vuelta clara a la vieja tradición aislacionista que uno encuentra cada tanto en la historia de la política exterior norteamericana.

El problema de Obama es cómo explicar a su país que no será fácil seguir siendo el líder del mundo y a la vez retraerse ante los principales retos actuales: Rusia, China, Oriente Próximo, Asia, Pacífico, energía, derechos humanos. La lista es larga, y la opinión norteamericana quiere certezas y ninguna complicación, ni en casa ni fuera.