Obama, como los césares

ROSSEND DOMÈNECH

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Observar en detalle un viaje del Presidente de los EEUU, como la breve estancia que Barak Obama acaba de realizar a Roma, lleva la mente atrás en los siglos, a los desplazamientos de los emperadores romanos y, sucesivamente, al mando de los Papas sobre el orbe y, después, a la lenta autonomía del poder político respecto al religioso. Salvando las proporciones de la situación, de los medios y de las medidas de seguridad, no hay muchas diferencias.

Adriano, el que está enterrado debajo de los fundamentos de Castelsantangelo, transcurrió mucho tiempo en Grecia porque estaba enamorado de aquella cultura. Pero, mientras, un dispositivo de gobierno y contención sustituía su presencia en Roma. Tiberio, que era un vivales y un tanto depravado según los cánones actuales de conducta, se trasladó a la isla de Capri --las intrigas de Roma le aburrían-- y desde allí gobernaba, comunicandose con todo el imperio a través de una red de espejos y luces que, en pocas horas o días, le permitía estar al tanto de cuanto ocurría en el más vasto territorio jamás gobernado hasta entonces por un hombre. Octavio Augusto, más conocido como Cesar Augusto, construyó la mayor parte de la Roma --cuyas ruinas visitan actualmente los forasteros-- después de haberse merendado entera a Hispania y de haber sometido a todas las poblaciones periféricas, incluida la mítica pareja de Antonio y Cleopatra instalada en el actual Egipto. Viajó mucho y superprotegido. Acabadas las conquistas, hizo levantar el Ara Pacis para celebrar que en el imperio ya no había conflictos. La paz duró pocos años.

Legiones de pretorianos aseguraban la aparente y visible tranquilidad que los emperadores mostraban, cuando los aristocráticos de un lugar se acercaban a saludarles y los esclavos les aplaudían, conscientes de que detrás, en el centro y en las periferias, se escondía un maremágnum de intrigas, nombramientos, destituciones, asesinatos, guerras y conquistas.

Días antes de la llegada de Obama, diez aviones C-130 descargaron en Ciampino más de 25 vehículos del séquito presidencial. Con antelación, fueron controlados, con perros y artilugios electrónicos, las alcantarillas de la ciudad y el cauce del Tíber. En todo momento agentes especializados poblaron las terrazas de los recorridos de Obama y el largo convoy fue siempre precedido por un vehículo que neutraliza cualquier señal electrónica en un radio con los metros suficientes para impedir una explosión mortal. Estaban la ambulancia con sangre del grupo de Obama, los geos que durante todo el tiempo han viajado en todoterrenos con el portaequipajes abierto, el oficial maletero con la valija de los codigos de seguridad sobre los vastos "dominios" norteamericanos, el médico, los especialistas en un ataque químico y bioquímico, secretarios, escribanos y mensajeros.

En La Haya, Bruselas y Roma se habló de Ucrania y Rusia, los confines, sino del imperio, de la zona de influencia occidental, ya no monolítica, como fue la de Roma sobre el vasto territorio que del Danubio llegaba hasta Cádiz y el norte de África, sino matizada por la existencia de una Europa más o menos autónoma. Rebeliones y conquistas en las "fronteras", al fin y al cabo. Análogas a las de los persas, primero, derrotados en la isla de Salamina; a la Antonio, en Egipto o, más tarde, a la de Bizancio para relevar el liderazgo de Roma.

Obama y el papa Francisco coinciden en muchas más cosas que las dichas en público porque los dos creen en valores que son cristianos, aunque ambos estén condicionados por un aparato "imperial" que les trasciende y que es difícil de doblegar. Sentados en el despacho vaticano podían parecer el emperador que baja hasta Roma para recibir la bendición papal o una especie de G2 de la contemporaneidad, con un liderazgo político norteamericano todavía único --a pesar de que otras Bizancios estén ya acechando a las puertas-- y un Papa también como única referencia ética en este desierto de mediocridades.