Al contrataque

R., de nuevo

Ahora es feliz solo por ver «cómo se le complica el día». Esa normalidad le suena a música celestial

ANA PASTOR

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R. apareció por aquí hace unas semanas. Era el protagonista de una historia triste pero donde la dignidad prevalecía por encima de cualquier otra cosa. R. llevaba varios años en el paro. Es un chico muy joven. Tiene 36 años. Y hasta hace 36 meses se había ganado muy bien la vida como cerrajero. Eso le permitió tener una existencia acomodada. La crisis nos presentó en el 2008 a la burbuja inmobiliaria y a R. le estalló tiempo después esa odiosa pompa en plena cara dejando huellas visibles en su mirada y más hacia dentro. La vida se le abrió en dos. Antes y después de que el paro se colocara en su pensamiento como un mal sueño. La dignidad de aquella historia, ya escrita, se resumía en decir «no» a un trabajo, después de tanto tiempo sin cobrar. Y lo hizo porque suponía participar en el desahucio de familias que tenían el mismo dolor que R. Mismo dolor al que se sumaba la pérdida del hogar. Algo en lo que él se negó a participar. Se quedaría en casa maldiciendo pero no iría a participar en semejante barbaridad.

La vida es muy perra pensé entonces. Le llega una oportunidad y no puede aceptarla por razones evidentes que hablan muy bien de R. y de su decencia. Pero la vida a veces te sorprende. Y esta semana, la novia de R. me cuenta entusiasmada que le han llamado de un nuevo trabajo. Y esta vez no tiene que renunciar a sus principios. Ella, cautelosa, me dice que aún no sabe si le cogerán. Prefiere no hacerse ilusiones después de los últimos palos que han recibido. Siempre puede quedarse en casa, dice, como hasta ahora, cuidando a la pequeña de dos años que tienen.

Feliz normalidad

Dos días después vuelvo a verla. «¡Le han cogido!», dice. Me cuenta que R. ha empezado este mismo lunes. Da gusto escuchar de su boca «sale de casa tan contento» o «vuelve agotado a casa pero encantado». Una felicidad que se resume en recuperar cierta normalidad. Moviendo mucho las manos, ella repite frases como «sentirse útil», «salir a la calle», «tener cosas que hacer». Ella sonríe mientras dice que R. ahora es feliz solo por ver «cómo se le complica el día». Esa normalidad le suena a música celestial. Los temores de ambos van desapareciendo. Miedos que no se van del todo pero se hacen chiquititos y para R. el día a día tiene ahora otro color.

Mientras la escucho, pienso en cuántas veces los medios de comunicación hemos dado las cifras del paro y del empleo en los últimos 36 meses en los que la vida de R. se paró. Ahora él ha pasado al segundo grupo. Y ya sé que es poca cosa, que no es un trabajo seguro, que no está fantásticamente pagado y ni siquiera sabemos cuánto va a durar. Pero me van a permitir que hoy, solo hoy, por R. me quede con las frases de ella: sale de casa contento y por primera vez en 36 meses se siente útil.