El turno

Ninguna guerra es buena

ANTÓN LOSADA

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Primero nos indignamos porque nadie intervenía para frenar a los Gadafi cuando soltaron a sus mercenarios. Los hemos dejado solos, hemos traicionado las esperanzas de democracia de los pueblos árabes porque nos importa más el gas, se denunciaba, con razón. La ONU nos parecía un gasto inútil; Sarkozy, un cínico abrazadictadores, y Obama, un pusilánime decepcionando de nuevo nuestras enormes expectativas.

Cuando los aviones empezaron a soltar su carga de destrucción, la ONU dejó de ser un trasto. Ya servía para que los ricos tuviéramos nuestro petróleo, como si las empresas de Gadafi no nos lo dejaran antes a buen precio. Lo que nos resultaba inexplicable era la descoordinación entre los aliados o la ambigüedad de la misión. Fue el momento estelar de los comparadores de genocidios y tiranos. «¿Por qué en Irak no y aquí sí?», se preguntaba. Como si las guerras vinieran en packs.

Ahora estamos indignados porque, al parecer, se acabó la descoordinación aliada, pero Francia ha aprovechado para ponerse al mando. Seguramente porque es la única potencia que lo quiere. La abstencionista Alemania se ha convertido en la referencia de muchos. Como si fuera lo mismo la neutralidad que el no a la guerra. La batalla de propaganda para culparse de masacrar más civiles inocentes se libra cada noche en las imágenes emitidas por las televisiones.

¿Es una guerra? Por supuesto. ¿Hay guerras justas e injustas, mejores o peores? No, todas son una desgracia. ¿Van a morir civiles inocentes? Por desgracia, sí. ¿Compromete los principios de quienes nos opusimos a la guerra de Irak? Desde luego. Ni siquiera nos alivia la evidencia de que en Irak era mentira que hubiera armas de destrucción masiva y en Libia es verdad que iban a entrar en Bengasi a sangre y fuego. ¿Había otra alternativa? No en este mundo. ¿Puede negociarse una paz para su guerra civil? Ahora, sí.