Los jueves, economía

Necesitamos más diálogo

En nuestro país hace falta un intercambio de ideas constructivas más allá de la negociación partidista

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ANTONIO
ARGANDOÑA

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Leí hace años, bastante antes de la Intifada, y no recuerdo dónde, un artículo que incluía una conversación entre negociadores palestinos e israelíes. El periodista recogía sus reproches mutuos. «Hace unos días pusisteis una bomba al lado de la escuela a la que van mis hijos, y ni siquiera me llamaste para preguntarme si estaban bien». «Pues hace unas semanas hubo un tiroteo en el supermercado al que va mi mujer, y ni siquiera tuviste el detalle de preguntarme si le había pasado algo». No son frases literales, claro. Pero de aquel artículo me llamaron la atención dos cosas. Una: en el fragor de una guerra sucia, dos equipos contrarios se reunían frecuentemente para negociar, aunque las probabilidades de éxito eran -y siguen siendo- muy exiguas. Y dos: esos equipos habían desarrollado algo parecido a una amistad. Porque, desde luego, esas quejas no son las que se dirigen a una persona por la que uno no tiene ningún interés.

He recordado muchas veces la anécdota, que me ha parecido siempre un homenaje al diálogo, ese diálogo que necesita ahora la sociedad española, precisamente porque está inmersa en una crisis profunda. Diálogo que significa hablar y escuchar; aportar información (no ruido) y estar dispuesto a enterarse de la que aporta el contrario; admitir que uno no conoce toda la verdad y que, por tanto, el otro tiene algo que decir que puede ser relevante. Ahora hay demasiado griterío, demasiados intereses privados y poca atención a lo que necesita el país.

Quizá nos hemos vuelto individualistas, más preocupados por nuestros intereses que por los de la sociedad, sin ver  que la sociedad también somos nosotros. Confiamos demasiado en la mano invisible del mercado, o en la visible del Estado. Y con la excusa de que «yo no pinto nada, no puedo hacer nada, bastante tengo con sobrevivir», nos desentendemos de hacer lo poco que podemos. Y cuando las cosas no salen como queremos, nos quejamos sonoramente. Pero seguimos sin hacer nada, salvo confiar en las próximas elecciones.

Yo también me quejo de que falta el diálogo político: hay, sí, algarabía, discusión, pero no intercambio de ideas constructivas, más allá de la negociación partidista sobre tal o cual medida. Falta diálogo en los medios de comunicación y, sobre todo, en la sociedad civil, que está dormida, paralizada. Con algunas honrosas y escasas excepciones, no veo iniciativas en las asociaciones empresariales, en los sindicatos, las entidades cívicas, las oenegés, los clubs y los centros de estudio.

Los expertos criticamos mucho y ofrecemos soluciones parciales, a menudo interesadas, pero aportamos poco a la solución global de los problemas. Falta diálogo interdisciplinar, porque nos han enseñado a ignorar las aportaciones de las otras disciplinas. Y así tenemos, por ejemplo, magníficas ideas de economistas, que ignoran la viabilidad práctica de sus propuestas y la reacción que provocarán en la sociedad o en los gestores de la cosa pública.

Protestar en la calle contra los recortes del gasto público es más fácil que dialogar sobre cuáles son necesarios, con qué criterio deben aplicarse, quiénes saldrán ganando y quiénes perdiendo, y qué hay que hacer para que los segundos los acepten y cuánto deben aportar los primeros para que sean viables. Claro que la sanidad es capital para un país, pero eso no significa que todo el gasto en esta partida esté justificado, que no haya ineficiencias que deban ser corregidas y que, por tanto, habrá que sentarse a discutir qué hay que recortar y qué no. Y ahí deben estar, claro, los médicos y enfermeras, pero también los pacientes, y los que aportan los fondos, o sea, los ciudadanos que pagan los impuestos, y los que representan a las generaciones futuras, que no suelen tener un sitio en las mesas de diálogo.

Diálogo no significa que todo deba resolverse a mano alzada, porque ahí casi siempre gana el que grita más o el que corta la autopista con más tráfico. Todos tienen derecho a dejar oír su voz si lo hacen de manera ordenada y civilizada; y no me refiero a un solo foro, sino a muchos, porque el diálogo debe practicarse en muchos ámbitos distintos. Luego, quien proceda debe tomar esas voces y llevarlas a los lugares de decisión: al Parlamento, al Gobierno, a las asociaciones profesionales o laborales. Y, lógicamente, algunas opiniones no se convertirán en actuaciones.

Diálogo significa también generosidad. Primero, para oír a todos, sin discriminaciones; luego, para tener en cuenta sus puntos de vista, si lo merecen. Porque, al final, de ahí saldrá la solución de problemas menores, pero también la de las grandes cuestiones: qué concesiones tiene que hacer cada uno para salir de la crisis pronto y bien, quién soportará qué costes a cambio de qué compensaciones, qué modelo de sociedad queremos. Profesor del IESE. Cátedra La Caixa.

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