La otra cara del gran espectáculo futbolístico

Mundial, patrocinadores e indígenas

Los campos de fútbol brasileños son la imagen del expolio al que se somete a los pueblos originarios

GUSTAVO DUCH

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

«Me ataron a un árbol en el bosque, me vendaron los ojos y me dijeron que iba a morir y que ninguna persona podría encontrarme. Vertieron un líquido amargo en mi boca y me dijeron que lo tragara. Después detonaron varios disparos cerca de mis oídos y ya no podía escuchar nada; entonces se fueron en su automóvil». Así explica un muchacho guaraní, Valmir Guarani Kaiowá, cómo intentaron matarle el pasado 2 junio, a pocos días de que en su país se inaugure el Mundial de fútbol.

Un territorio, Brasil, que por el año 1500, cuando llegaron los europeos, era el hogar para más de 10 millones de indígenas y que ahora -según la organización Survival- en su pueblo más numeroso, precisamente el guaraní, son solo 51.000 personas que ocuparían menos de las dos terceras partes del aforo de Maracaná donde, entre gritos y pasiones, se cerrará el Mundial. Otros pueblos indígenas han quedado tan mermados que no formarían un equipo de fútbol, como los cinco supervivientes del pueblo akuntsu; los cuatro supervivientes del pueblo juma; o los tres supervivientes piripkuras.

Puede parecer una metáfora pero es bien cierto que los campos de fútbol del Mundial son la imagen del expolio y el robo de territorios donde desde siempre han vivido los pueblos originarios y que hoy, por intereses madereros, de la agricultura y ganadería industrial, megarrepresas hidroeléctricas, la búsqueda de hidrocarburos y cientos de carreteras que los cruzan, siguen siendo destruidos a velocidad superior al esprint de un delantero.

La supervivencia o no de estas comunidades -algunas, voluntariamente, siguen sin entrar en contacto con nuestra civilización- no solo depende de la voluntad política de la nación que los gobierna (que dedica 791 millones de dólares a pagar la seguridad del Mundial, diez veces mayor que el presupuesto del Departamento de Asuntos Indígenas), sino también de quienes en otros continentes sentados ante la tele veremos hazañas de riquísimos deportistas.

Como canta León Gieco, «el mundo está amueblado con maderas del Brasil» y es bastante probable que la mesa de madera donde descansa dicho televisor hubiera sido refugio de aves, plantas, pequeños mamíferos e insectos cerca de los estadios de Cuiabá, Brasilia o Belo Horizonte donde correrá la pelota. O, por qué no, que provenga de los más de 7,2 millones de hectáreas de plantaciones de eucaliptos o pinos que hoy se levantan donde antes recolectaban, cultivaban y vivían gentes nambiquaras, umutinas o parecis. Y que se quiere duplicar  a base de nuevas plantaciones de eucaliptos transgénicos pues, según las empresas promotoras, son el 20% más productivos. Cuentan que así podrán fabricar tanta biomasa que la podrán exportar como fuente energética ecológica a países europeos. Aunque no piensan lo mismo las comunidades que tienen que vivir rodeadas de esos bosques uniformes y artificiales que les agotan las aguas y les desgastan los suelos.

Sí, sentados frente al televisor, habrá quien en la media parte se llevará a la boca una mac-hamburguesa  de uno de los patrocinadores del Mundial, elaborada con carne de cualquier granja industrial española donde sus inquilinos son alimentados con soja producida, por ejemplo, en el estado de Mato Grosso. Son tan grandes los monocultivos de soja que cuando enfocas esa zona desde el Google Maps, a solo dos pulsaciones, ya te asustan. Muy cerca de donde ya solo quedan unas 400 personas del pueblo enawene nawe, gente que nunca come carne roja y se alimenta de peces capturados mediante intrincadas presas construidas a través de los ríos y de miel de la selva.

Hasta el combustible de nuestros autos tiene que ver, pues ahora que tienen un pequeño porcentaje de etanol o biodiésel y que no tenemos capacidad de producir, lo importamos de países como Brasil o Indonesia. Como pudimos leer por la prensa el pasado diciembre, la lucha por detener la expansión del cultivo de caña de azúcar para la elaboración de etanol, y unos pistoleros, acabaron con la vida de Ambrósio Vilhalba, protagonista de la película Birdwatchers. En ella se relata cómo la fiebre del etanol está destruyendo su tierra guaraní  por empresas como Shell, y cómo muchos de sus hermanos y hermanas no tienen más que malvivir en las orillas de las carreteras, donde muchos de ellos acaban con su propia vida en una de las mayores olas de suicidios en el mundo.

Por eso ataron a Valmir. Porque igual que Ambrósio o su suegro Nísio Gomes, también asesinado por pistoleros en el 2011, lucha por su tierra que la codicia quiere conquistar. Una tierra que no es un terreno de juego. Ni un terreno de negocios. Es tierra para vivir.