Dos miradas

La muerte y el GPS

JOSEP MARIA FONALLERAS

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Hubo un tiempo en el que los asesinatos de personajes destacados tenían un regusto artesanal. Julio César, por ejemplo, murió en un entorno familiar y a base de unas dagas que se confabularon de manera muy íntima. Un tiempo en el que era preciso que los asesinos estuviesen presentes en el momento del asesinato. Como el sargento Mario Terán, en 1967, cuando se enfrentó a Che Guevara y tuvo que oír, antes de disparar, las palabras terribles del revolucionario: «¡Apunte bien, está a punto de matar a un hombre!». Estas cosas pasaban antes, cuando el ajusticiamiento, el disparo o el piolet requerían una determinada conducta proactiva, una voluntad explícita, un cara a cara, una última relación de tú a tú entre la víctima y el verdugo. Ramon Mercader tuvo que aparentar que se había enamorado de una secretaria para poder asesinar a Trotsky en Coyoacán, y Carlota Corday tuvo que acercarse a la bañera donde estaba Marat para hundir el cuchillo en su cuerpo enfermo.

Ahora las cosas son distintas. Ahora basta con colocar un GPS en las botas del Mono Jojoy, el diabético jefe militar de las FARC. Localizado vía satélite, basta con unas cuantas bombas de las que llamamos inteligentes para destrozar las coordenadas geográficas y, ya puestos, el cuerpo del individuo. Menos mal que, al parecer, hubo traidores y delatores de por medio. Su presencia no deja de ser un homenaje a la tradición.