Dos miradas

La mirada del asesino

EMMA RIVEROLA

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Desde hace poco más de un mes, el hombre sueña con su madre. No recuerda con precisión las escenas, pero ella está ahí. Está como siempre estuvo, preparando la leche con cacao de las mañanas, regañándole por dejar la ropa tirada en el suelo, sonsacándole sobre sus amoríos o malcriando a los nietos. La pesadilla empieza cuando despierta. Entonces, la vida se torna muerte. Y el recuerdo duele. Las lágrimas atragantadas arden en la garganta. Abrasan la laringe. Corroen la tráquea. Como un líquido abrasivo. Como la lejía.

Hace siete años, dejó a su madre en aquel asilo. Su madre ya incapaz. Y él incapaz de cuidarla. La visitaba cada semana. Le llevaba bombones y nuevas fotos para su habitación. Sonrisas de hijo. Travesuras de nietos. Instantes de vida. Dormía rodeada de los rostros de los suyos. Y, bajo esas miradas, murió. De vieja, pensaron todos.

El hombre mira las fotos que le devolvieron un 15 de abril. Se reconoce en la mirada de sus ocho años. Esa imagen que su madre adoraba y que a él siempre le pareció demasiado formal, demasiado grave. Quizá el retrato ya sabía. Quizá se preparaba para ver lo que él ni siquiera tiene fuerzas para imaginar, la terrible agonía de su madre abrasada por dentro. Interroga al rostro inmóvil de la foto y le ruega que le diga que sí, que fueron sus ojos serenos de niño los que ella vio por última vez. Y no la mirada ardiente de su asesino.