Análisis
El ministro que no sabía hacer su trabajo
Presentar a Rato como una pobre víctima amenazada no solo es una mentira y una estupidez, sino un suicidio político
Antón Losada
Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela
ANTÓN LOSADA
Jorge Fernández Díaz tenía tres opciones para gestionar la comparecencia que Mariano Rajoy le había obligado a pedir en cumplimiento estricto del código mariano (que se quemen ellos, que para eso los hizo ministros). «Vete tranquilo, que yo te cubro desde la playa», debió indicarle.
El ministro podía haber apostado por la calidad democrática y comparecido para anunciar su dimisión, aplicando la doctrina Bermejo elaborada por el propio Rajoy tras la famosa cacería donde coincidieron el juez Garzón y el ministro socialista de Justicia. También podía haber optado por la inteligencia política y reconocer su error, asumir su responsabilidad, cumplir el mandato del presidente y proteger la figura de Rajoy comiéndose todas las culpas.
Finalmente, optó por no dar un paso atrás ni para tomar impulso. Eligió hacerse el ofendido y avergonzarnos a todos por no creerle. Su línea argumental resultó tan extrema que solo le faltó afirmar que había recibido a Rodrigo Rato porque su ministerio siempre está con las víctimas.
La estrategia elegida no es necesariamente la peor. Pero para que funcione resulta indispensable que el otro asistente a la cita ratifique esa versión, y Rato ya hace días que ha dejado claro que acudió al ministerio a lo que siempre han ido las familias de buena cuna y aún mejor capital: a hablar de lo suyo. A partir de ahí, la obstinación en intimidarnos con oscuros riesgos para la seguridad del Estado, justificarse invocando amenazas en Twitter y abrir una causa general de irresponsabilidad contra todos los demás solo podía conducir al desastre.
Dos tipos de justicia
Presentar a Rato como una pobre víctima amenazada no solo supone una mentira y una estupidez, equivale a un suicidio político. La oposición ni siquiera tuvo que esforzarse. El responsable de Interior ya se había desarmado solo tras dispararse a un pie. Fue como encargarle a un pirómano que apague un incendio. Aumentó las sospechas existentes y añadió unas cuantas que ni se nos habían ocurrido. Solo al final pareció recordar para qué había ido allí y dijo lo más importante que debía decir: que Rajoy no lo sabía. Pero ya era tarde. Si es verdad, debería haber empezado por ahí.
La única certeza incontrovertible que queda tras el festival de comunicados, versiones y querellas se resume en que Fernández Díaz recibió a Rato porque era Rodrigo Rato y se lo debía, porque lo considera un deber y volvería a hacerlo porque así debe funcionar el poder. Una coartada que, lejos de apaciguar, alimenta y otorga mayor cuerpo a todas las especulaciones hechas y que puedan hacerse sobre el contenido y las consecuencias de un reunión indefendible en una democracia homologada.
Y aún peor. Confirma la percepción de estar gobernados por gente convencida de que no somos todos iguales, que lo honorable es proteger a los suyos por muy corruptos o inmorales que sean y que debe haber una justicia para ellos y otra para todos los demás, porque siempre hubo clases y siempre las habrá.
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