Menos ilusionados

Carlos Obeso

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¿Son optimistas los españoles con respecto a su futuro laboral? Lo son moderadamente según el cuarto Índice de Confianza Social publicado por ESADE, un indicador que refleja estados de ánimo sobre nueve variables que dan seguridad (o inseguridad) a la vida cotidiana de los ciudadanos. Como son el acceso a la vivienda, a la sanidad, o a las pensiones,  las posibilidades de encontrar un trabajo, etc. Entre esas expectativas, la de poder trabajar ahora, o en un futuro inmediato, tiende a alejarse de la desconfianza mayoritaria que los encuestados mostraban en el primer trimestre del 2014. A finales de 2015, los optimistas superan a los pesimistas y los jóvenes son los más esperanzados. Podría parecer absurdo si nos atenemos al débil crecimiento de un empleo inestable y precario, pero no lo es.

Lo que está influyendo en estas expectativas, relativamente alentadoras, no es un cambio sustancial en la tasa de paro, que sigue siendo muy alta, sino la percepción de que la destrucción masiva de empleo (que hasta 2013 se vivió como un tsunami imparable) se ha detenido e incluso revertido. Algo que era inimaginable hace dos años. Aunque se basa en incrementos aún muy frágiles, la sensación se  magnifica  por el deseo colectivo de superar el miedo que generó el desempleo desbocado, un temor todavía muy profundo. Desde 1966, cuando el sociólogo W. Runciman publicó su libro Relative Deprivation, sabemos que las percepciones de privación están condicionadas por el entorno. Así, cuando se parte de una situación pésima, cualquier buena noticia  agiganta su significado por pequeña que sea, un fenómeno que parece estar ocurriendo en nuestro caso. Si esto es levantar castillos en el aire queda abierto a la interpretación.

El mayor optimismo de los jóvenes se explica, en parte, por una experiencia laboral que, desde su inicio, se desarrolla en un medio donde la seguridad del empleo es una panacea de la que han oído hablar, pero que no han conocido.  A partir de esa vivencia iniciática, las nuevas generaciones están culturalmente mejor adaptadas a un ámbito laboral siempre inestable y precario donde el puesto (y el contrato) de trabajo se entienden de forma probablemente muy distinta a lo pensado por las generaciones más viejas, que se  están viendo obligadas a hacer un esfuerzo  de adaptación cultural y profesional a los mercados laborales emergentes. Un joven de hoy vive con más normalidad el trasiego entre ocupación y paro, o acepta sin muchos lamentos los cambios constantes en el contenido y calidad del empleo. Si es así, sus expectativas personales y su idea de lo laboralmente admisible serán diferentes aunque su situación objetiva pueda ser peor que la de una persona con más edad. Más optimistas quizás, y aparentemente menos conflictivos, pero también menos ilusionados.