Los desafíos de la gobernanza

Más allá de la corrupción

La gestión pública debe ponerse al día ante retos que exigen no centrarse solo en la lucha antifraude

FRANCISCO LONGO

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En la reciente presentación del libro 'Administració pública i valors', que he escrito con Adrià Albareda, pregunté a los participantes si consideraban moralmente aceptables, en el servicio público, comportamientos como los siguientes: realizar un gasto innecesario solo para ejecutar el presupuesto; contratar un actor privado sin calcular con rigor la distribución de riesgos; prolongar una baja más allá de la duración de una enfermedad; crear o duplicar un servicio sin analizar previamente la demanda social; movilizar a un colectivo para impedir que uno de sus miembros sea sancionado por maltrato a un usuario; oponerse por todos los medios a que el propio trabajo sea evaluado... Eran preguntas retóricas. No aspiraba a que fueran contestadas porque intuía, como usted, que las respuestas serían unánimemente negativas en todos los casos. La intención era destacar que en ninguno de ellos definiríamos el comportamiento reprobable como un caso de corrupción.

Haré ahora un paréntesis. La corrupción, como la marea negra en las playas gallegas hace 12 años, ha invadido la escena pública del país. Algo hay de bueno en ello: la proliferación de episodios dados a conocer no es ajena a la existencia de policías, fiscales y jueces que cumplen con su deber. La peor corrupción es la que queda oculta por la carencia de una justicia independiente. Y lo más positivo es que la sacudida de los escándalos está contribuyendo a rebajar el nivel de tolerancia social. Es de esperar que, en adelante, se reduzcan los casos de reelección de corruptos que afean el pasado de nuestra democracia. Además, el hastío de la gente está forzando a los políticos a adoptar medidas de autolimitación y control que, aunque con retraso y a veces insuficientes (esas agendas y viajes que a sus señorías les cuesta tanto hacer transparentes...), van en la dirección correcta.

El esfuerzo regenerador

Esa es la parte buena del asunto. En la parte mala, además de la desmoralización que el fenómeno contagia a la sociedad, hay que contabilizar algún que otro efecto negativo. Al acaparar de tal modo la atención, la corrupción se convierte en el objeto casi único de cualquier esfuerzo regenerador. Toda la aspiración a un sistema público éticamente solvente se concentra en combatirla. Pero, en realidad, eliminar la corrupción es un objetivo de mínimos. Conseguir que no se meta la mano en la caja pública, que se erradiquen los sobornos, las mordidas y el fraude y que se castigue a los venales son metas trascendentes. Pero si la aspiración se queda ahí, importantes áreas de la gobernanza de lo público que nuestra sociedad necesita mejorar quedarán ignoradas o pospuestas. Corremos el riesgo de rebajar el nivel de exigencia que, como ciudadanos, debemos reclamar al Estado, al funcionamiento de sus instituciones y al comportamiento de los servidores públicos.

Vuelvo a las preguntas del principio. En todas ellas se dibujan conductas que no pueden ser definidas como corrupción (no sería útil retorcer el concepto hasta ese punto) pero que resultan, en el marco de la gestión pública, moralmente rechazables. Y es que los valores del servicio público no pueden ser como el airbag que limita los daños y protege al conductor de lesiones graves, aunque el coche quede destrozado en el accidente. La ética pública se parece más bien al sistema de navegación del vehículo, que nos ayuda a elegir el itinerario para llegar a la meta que queremos alcanzar, nos orienta en las encrucijadas y nos permite rehacer el camino si nos perdemos. Necesitamos una ética pública ambiciosa y puesta al día que, más allá del imprescindible combate a la corrupción, sea capaz de acompañar a sus protagonistas en un viaje lleno de riesgos.

Formidables desafíos

El viaje que la gestión pública actual está obligada emprender por los territorios de la complejidad, la incertidumbre, la innovación, la productividad del trabajo, la calidad del gasto, los recursos escasos, los costes de oportunidad, la transparencia, la proximidad, la colaboración público-privada, la coproducción con los ciudadanos. Formidables desafíos para los que el elenco tradicional de valores de las burocracias públicas hace años que se quedó muy corto.

Y trasladando la reflexión al plano de la política, nos conviene tanto combatir la corrupción como ser capaces de elevar la mirada por encima de ella. De hecho, no faltarán quienes, en el río revuelto de la crisis institucional, usen la corrupción para reclamar nuestro voto sin proponernos ninguna vía razonable para afrontar los desafíos que tenemos por delante. Como si fuera suficiente alardear de que no se pertenece a la estirpe de los corruptos. Y, si bajamos la guardia y reducimos nuestro nivel de exigencia, corremos el peligro de hacerles caso y elegirlos.