ANÁLISIS

Mañana será otro día, Majestad

ANTÓN LOSADA

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En una situación ordinaria podríamos hablar de una proclamación apañada y ser generosos con el discurso institucional. No sobró ni rechinó una palabra. Un monarca también tiene derecho a los famosos cien primeros días. Pero por desgracia, no transitamos una época de normalidad. Soportamos una pesadilla donde miles de vidas se han visto arruinadas mientras quienes debían impedirlo miraban a otro lado. Las instituciones suministran equilibrio y seguridad. Si no cumplen, se vuelven prescindibles.

La crisis institucional española no se reduce a un problema de imagen. Escenifica un melodrama de inutilidad institucional. Felipe VI y el Gobierno tenían dos opciones al diseñar el 19-J. La primera pasaba por introducir algunos gestos concretos que simbolizaran el inicio de un tiempo nuevo, frases contundentes que indicasen que se ha entendido el mensaje.

La segunda alternativa se limitaba a invocar grandes conceptos y practicar el buenismo de la unidad y el diálogo. La urgencia de los tiempos recomendaba emplear un poco de la audacia de Juan Carlos I al designar a Adolfo Suárez. Pero eligieron la segunda opción y eso nos deja donde estábamos: con la institución al borde del vértigo, todos esperando a ver si pasa algo y un estoc importante de banderas de España.

Un momento excepcional exigía un día excepcional. España es hoy un lugar hambriento de gestos. Pero la jornada ha dejado poca grandeza. A estas alturas, no se puede mencionar la crisis como si fuera una desgracia inevitable. Suena a hueco invocar la solidaridad cuando sabemos que los sacrificios no se reparten por  igual. La gente no se subleva porque la manipulan o porque esté desinformada. La mayoría se ha indignado al constatar la distancia entre lo que les habían contado y lo que está pasando.

Resulta contraproducente proclamar que cabemos todos si tenemos un problema cada vez que a alguien no le gusta su sitio. En una monarquía parlamentaria el Rey reina pero no gobierna. Sus gestos son sus políticas. Prescindir de los 7.000 policías, del paseo en Rolls ante ciudadanos reducidos a extras o de la recepción entre gente que ignora qué significa de verdad la crisis, podría haber constituido un buen comienzo. Mejor darse un baño de realidad que uno de masas. Pero tampoco tocaba esta vez.

No costaba trabajo permitir una marcha republicana o banderas tricolores, como sucede en una calle de verdad. Tampoco costaba emitir alguna señal de reconocimiento hacia una realidad donde se debate si abrir los comedores escolares para que los niños coman y lo único que crece imparable es la desigualdad y la exclusión social.

La política española en la actualidad empieza a recordar al argumento de una de esas novelas rusas en las que los protagonistas bailan y ríen confiadamente en vistosos salones palaciegos, ajenos todos a la cruel realidad que se está desencadenando fuera. Cuando se dan cuenta o deciden dejar de ignorarla, suele tener mal remedio.