El radar

Los que no quieren irse

JOAN CAÑETE BAYLE

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"Esta semana llega mi turno. Una maleta muy grande, el pasaporte, unos padres emocionados en la despedida, (...) un billete solo de ida y una aventura laboral en la otra punta del mundo". Así describía Oriol Cusidó (24 años, Sant Quirze del Vallès) en una carta publicada el pasado domingo una escena muy habitual en los aeropuertos españoles. En los últimos años, las cartas en las que jóvenes cuentan que se van al extranjero o en las que explican cómo les va fuera se han convertido en un clásico. En 'Entre Todos' solemos agruparlas bajo el epígrafe 'La generación perdida', que es como se ha venido a calificar a la que se considera la generación mejor formada de la historia.

Una enorme batería de variopintas cifras ayudan a hacernos una idea de la dimensión del problema social. He aquí algunas: esta es la crisis de las tasas de paro juvenil por encima del 50%; según el informe 'Panorama de la Educación 2014' de la OCDE, el desempleo de los titulados españoles triplica la media de los países de esta organización; el 14% de los españoles con estudios de FP superior y universitarios están en paro; uno de cada cuatro jóvenes españoles son 'ni-nis', y por debajo del radar, azotados por el paro en sus casas, el aumento de tasas y el descenso en becas, sobreviven como pueden los 'sí-sís', aquellos jóvenes que solo pueden permitirse estudiar, como pueden, trampeando, si al mismo tiempo trabajan, también como pueden, trampeando.

La escena que describía Oriol en su carta, pues, es muy habitual, esa «movilidad exterior» de la que habló Fátima Báñez en una tristemente célebre intervención en el Congreso. Tan usual que hasta la publicidad se ha hecho eco, «no es lo mismo irse que hacerse», decía Chus Lampreave en un anuncio que usaba el eslogan "¿Cansado de ser de aquí? ¿Harto de tu país de pandereta? ¡Hazte extranjero!" para vender jamón. Paro, precariedad o exilio, esas son las opciones para los jóvenes. Y la salida buena, les decimos, es irse. Como si fuera tan sencillo. "Me da miedo encontrarme con una mano delante y otra detrás con un grado, un máster y un par de títulos de inglés. Muchos me dicen que no me preocupe. Que si me quedo sin trabajo puedo aprovechar para irme al extranjero a aprender algún idioma o en busca de oportunidades. Me insisten en que no deje escapar la oportunidad y me aseguran que si no lo hago, me arrepentiré. Y yo les pregunto: ¿me pagáis la aventura?", nos escribe Carlota Poveda, una joven de Vilanova i la Geltrú que titula su carta 'No me digáis que me vaya al extranjero'. Hace unas semanas, publicamos una carta de Esther Íñigo (Talavera de la Reina, 29 años), en la que decía: "Pido perdón a quien corresponda, a la sociedad, al Estado, al Gobierno, a los gobernantes, a los contribuyentes. Pido perdón por vivir aquí. Por no marcharme al extranjero a 'buscarme la vida', por no 'buscar un futuro mejor lejos de aquí'. Y así es como supongo que se siente mucha gente joven, entre el sentimiento de culpabilidad y el de seguir luchando".

Pide perdón Esther, sí, porque al igual que sucede con el elogio desmedido de la emprendeduría, de hacer caso al discurso social mayoritario parece que el joven que se encuentra en paro o en situación precaria casi se lo merece, por no haberse ido al extranjero, por no haber decidido emprender, innovar, montar una empresa. En palabras de Esther: "Resulta que somos nosotros, los jóvenes, los que debemos poner solución a los daños que el sistema nos ha causado". El joven que decide quedarse y buscarse la vida aquí y aquel que no sabe, no puede o no quiere emprender, recibe el mensaje de que la precariedad o el paro que estadísticamente le aguardan es la opción que ha elegido. Una sociedad, un país, no debería quitarse así la responsabilidad de encima ni someter a tanta presión a unos jóvenes que se encuentran en una situación ya de por sí precaria.