La nueva etapa política española

Los otros indignados

La derecha cuestiona ahora las reglas electorales de la Transición porque no protegen a la lista más votada

ANTONIO FRANCO

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Lo más llamativo de la situación política española es que la indignación ha cambiado de lado. Venimos de una etapa en la que el cabreo estaba en la calle y apuntaba contra el Gobierno y el partido del PP, y ahora estamos en otra en la que el gran enfado y las protestas proceden de los seguidores y servidores de Mariano Rajoy contra lo que han decidido las urnas. En los años que el PP gobernaba la crisis desde todos los poderes e instituciones, miraba por encima del hombro la contestación contra sus formas opacas, sus políticas impopulares y su innegable protagonismo en la corrupción. Reconocía la legitimidad de las protestas pacíficas en la calle, pero puso en circulación debates sobre la posible creación de mecanismos legales para contenerla dentro de parámetros testimoniales y amables.

Fue la moda de las quejas por los escraches, de los lamentos por lo sucias que quedaban las plazas donde se producían ocupaciones del espacio público, y de las reformas para dotar de más contundencia las actuaciones policiales. El PP vivió esos años defendiendo los derechos inalienables de la mayoría absoluta conseguida en las urnas. Su mensaje era que en democracia no mandan las opiniones expresadas en la calle sino los votos logrados en las elecciones.

Una buena parte de la opinión pública tomó nota de este principio y en las últimas convocatorias electorales ha empezado a actuar en consecuencia. Pero ahora, por haberlo hecho, nos toca asistir a una nueva indignación: la de los desplazados de los grandes sillones. De la misma manera que los españoles optaron en el pasado por darle mayoría absoluta al PP, el partido único de la derecha,  ahora han hecho la compleja apuesta de empezar a dársela al conjunto de la fragmentada izquierda. Y desde ese momento se ha desatado la queja desabrida de que las normas electorales que nos rigen desde la Transición están mal hechas porque no protegen a las listas más votadas, cuando nuestro régimen político no se diseñó para ello.

La gente está viendo también que el PP no oculta ni su desprecio por lo que los ciudadanos han votado. Y desde sus instancias mediáticas próximas ha presentado la inevitable fase de los tiras y aflojas de los pactos entre las diferentes familias de la izquierda como un espectáculo indecente. La bronca es espectacular. Son como acampadas contestatarias desde los pasillos del Congreso y diversos platós de televisión. Después de tanto incumplimiento de su propio programa y de tanto disimular su responsabilidad en el generalizado estado de corrupción en todo tipo de instituciones, a Rajoy y al PP les ha molestado muchísimo que la opinión pública no les creyese cuando se pasaron la última campaña electoral denunciando que los demás o estaban en decadencia, o eran radicales, o servían a intereses de países extranjeros como Venezuela. Fue un gran error nacido en la soberbia: intentaron crear miedo a los otros siendo incapaces de detectar que el verdadero temor lo inspiraban ellos, sus políticas económicas laminadoras de derechos, sus chanchullos económicos y su apoteósica pretensión final de dirigir ellos -es decir, las mismas personas sospechosas de tantos desmanes- la necesaria regeneración democrática que demanda el país.

La incapacidad de analizar fríamente lo sucedido tiene su ejemplo más relevante en el propio Rajoy, que, después de mucho silencio y de rehuir las comparecencias ante los medios informativos, al día siguiente de las elecciones de mayo improvisó una solemne declaración para anunciar que tanto en el partido como en el Gobierno no haría cambios  ni de políticas ni de personas. Lo que ha seguido después ya lo conocen ustedes.

En aquella celebrada comparecencia lo único que dijo reconocer el presidente del Gobierno es que el PP había tenido «problemas de comunicación». La verdad es precisamente lo contrario. El problema de Rajoy y del PP reside en que la opinión pública española conoce perfectamente lo que han hecho quienes la están gobernando, desde su talante despectivo  a la falta de profundidad de sus convicciones democráticas (reflejada en su estrategia de dejar pudrir los mecanismos más elementales de control y de separación de poderes), desde su pasividad ante las demandas de cambios constitucionales a su escaso cuidado en relación al destino final del dinero público. Yendo al fondo de la cuestión, se puede afirmar que el PP ha comunicado perfectamente a la opinión pública nacional y extranjera su incapacidad de diseñar políticas económicas sostenibles que fuesen respetuosas con los derechos sociales conseguidos por los ciudadanos. Por todo ello, cabe deducir que la indignación de los contestatarios de antes tenía más justificación moral y ética que la indignación de salón con que ahora intentan preocuparnos.