Análisis de la institución educativa

Los males de la universidad

Hay que reducir considerablemente el número de centros y eliminar grados y posgrados sin utilidad, para concentrar recursos

Ilustración de Francina Cortés

Ilustración de Francina Cortés / periodico

Jordi Nieva Fenoll

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Los profesores universitarios tenemos una parte de culpa. Muchos descendieron el nivel de exigencia en las correcciones de exámenes de grado, aunque algunos lo mantuvieron. También bajó ese nivel mucho más en general en los posgrados, de manera que no solo aprobar, sino superar la materia con una alta calificación no era complicado, aunque podía suponer para el alumno una inversión considerable de tiempo en función de las tareas encomendadas por cada profesor. Pero el hecho es que casi nadie suspendió un posgrado, y la enorme mayoría acabó superando el grado. El ambiente ayudaba a ello: además de que las administraciones incentivaron que el número de aprobados fuera mayor, el hecho es que suspender pasó a significar ser un pésimo profesor, y la mayoría se apuntó al carro de los “buenos” para no tener problemas, ni con los alumnos ni con las autoridades académicas. El paraíso.

También bajó el nivel en la evaluación de las tesis doctorales. Los tribunales que las valoraron, de manera muy mayoritaria les otorgaron la máxima calificación. Nadie tomó la decisión de emprender una batalla en solitario por cambiar las cosas, porque hubiera acabado en nada. Y cabe disculpar la cobardía, porque inútil hubiera sido el coraje con el parecer en contra de la mayoría de compañeros.

Pero el problema no son solamente las evaluaciones. Se aumentó exageradamente -e innecesariamente- el número de universidades, de manera que los recursos económicos se tuvieron que repartir muy mal entre muchos, demasiados, centros, siendo todos perjudicados con una burocracia aplastante y con más miseria para conseguir un céntimo. Ello provocó que varios centros inventaran nuevos grados, másteres y todo tipo de posgrados con el único objeto de hacer caja, creando estudios sin salida profesional o tan específicos o imaginativos que a veces han rayado lo etéreo.

Y por si fuera poco, los diversos centros decidieron cada uno hacer planes de estudio distintos para un mismo grado, atribuyendo un desigual peso a las diferentes materias con la única orientación, no de la calidad del estudio, sino del poder fáctico del profesorado de cada materia en cada centro. Y de ese modo resultó que ya no era lo mismo estudiar en Huelva que en Murcia o Barcelona, o Madrid, es indiferente la universidad porque todas tienen planes de estudio del mismo grado que poco tienen que ver entre sí. Un perfecto desastre derivado de una autonomía universitaria pésimamente entendida.

No es extraño que se hayan producido casos puntuales de corrupción; quedaban perdidos en el maremágnum de mediocridad

No es extraño que sucediendo todo lo anterior se hayan producido casos puntuales de corrupción. Quedaban perdidos, indetectables, en el maremágnum de mediocridad. Igual que los muchos profesores brillantes que indudablemente existen en la universidad española: ahogados por el entorno. La solución es sencilla de concebir: hay que reducir considerablemente el número de universidades, uniendo centros para ahorrar costes. También hay que eliminar drásticamente grados y posgrados sin utilidad laboral o científica alguna, de manera que los recursos puedan concentrarse en los resultantes, convirtiéndolos en estudios de indiscutida calidad. Reordenando definitivamente el mapa de estudios debe elaborarse, por primera vez (!), una plantilla fija de profesorado, que nunca ha existido. Así dejará de ser la convocatoria de plazas un posible foco de corrupción.

Por último, aunque debería ser el primer paso, el número de aprobados de un centro debe dejar de ser un indicio de calidad. Al contrario, respetando las garantías de revisión de exámenes del alumnado, el profesorado debe ser respaldado por las autoridades académicas en sus evaluaciones. Paralelamente, debe perfeccionarse la acreditación del profesorado, porque solo a profesores de nivel científico indiscutible justamente remunerados puede atribuírseles algo tan delicado como la evaluación de los alumnos.

Es urgente que las autoridades educativas se pongan manos a la obra. De lo contrario, seguirán fugándose cerebros, muchos de los que lo merecen no llegarán jamás a ser profesores –mientras otros que no lo merecen sí lo consiguen–, la universidad española no gozará de prestigio internacional y los ciudadanos seguirán sufragando una estructura inoperante lástimosamente anclada en el pasado. Al contrario, una universidad potente habla por un país. La ciencia es lo único que infunde sincero respeto en el extranjero, porque da a luz profesionales de infinita calidad que todos quieren contratar, y a científicos cuyas obras todos quieren leer.