Los 'homenots' de la alta velocidad

PERE MACIAS ARAU

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Un caluroso día de agosto de 1988 José Barrionuevo cruzaba la plaza de Sant Jaume para ir a saludar al alcalde Pasqual Maragall después de haber comido con el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, en la Casa dels Canonges. El ingeniero Albert Vilalta, que nos ha dejado hace pocas semanas, fue uno de los protagonistas de la larga sobremesa. Su objetivo era explicar a Barrionuevo, flamante ministro de Transportes del Gobierno de Felipe González, el proyecto impulsado desde Ferrocarrils de la Generalidad para conectar Barcelona y Perpinyà mediante una línea de alta velocidad y de ancho de vía internacional.

La buena relación política y la sintonía personal que existía entre Pujol Barrionuevo, fraguada mientras este último ocupaba el Ministerio del Interior, facilitó ese encuentro, solo un mes después de su nombramiento como responsable de la política de transportes del Estado.

Estulticia

En el corto trayecto entre el Palau de la Generalitat y el Ayuntamiento, el ministro Barrionuevo interiorizaba la urgencia de tomar dos decisiones clave que debían cambiar la historia del ferrocarril español. Era necesario poner fin a casi un siglo y medio de aislamiento ferroviario, provocado por la estulticia técnica y política de haber adoptado un ancho de vía distinta a la de los países europeos. Y había que apostar por el tren de alta velocidad, lo único que podía garantizar la supervivencia de este medio de transporte en los trayectos entre las grandes ciudades.

Su antecesor en el cargo, Abel Caballero, no quería ni oír hablar de ninguna de las dos cuestiones. Había aprobado un Plan de Transporte Ferroviario que no las contemplaba. Su política se basaba en intervenciones puntuales para mejorar los tramos más congestionados de la red, priorizando lo que se llamaba NAFA, acrónimo de Nuevo Acceso Ferroviario a Andalucía, una variante para superar los 75 kilómetros de vía única que la conectaban con Castilla por el desfiladero de Despeñaperros. Esa era la gran inversión ferroviaria que Felipe González ofrecía a la ciudad de Sevilla con motivo de la ya cercana Exposición Universal de 1992. Pero el plan no se proyectaba ni a alta velocidad ni con el ancho de vía internacional.

De Madrid a Barcelona

Cuando Barrionuevo tomó posesión del cargo, tenía encima de la mesa el concurso para adquirir los nuevos trenes que deberían cubrir el trayecto. La competencia entre la francesa Alsthom y la germánica Siemens era feroz, cada empresa bien amparada por el Gobierno de su país.

Aquel otoño de 1988 fue muy intenso. En los diarios de la capital de España se desató una encendida polémica entre los partidarios de europeizar el ferrocarril español y los defensores de mantener la visión autárquica. Finalmente, el día 9 de diciembre de 1988, el Consejo de Ministros dio pleno apoyo a las tesis de Barrionuevo. El histórico acuerdo era tan conciso como contundente: tendríamos trenes de alta velocidad, serían de ancho internacional y se iban a priorizan dos líneas, la de Sevilla a Madrid, y la de la capital a Barcelona y Francia.

La satisfacción de la sociedad catalana era evidente: las tesis catalanas habían ganado la partida. Se iniciaba para nuestro ferrocarril un camino hacia la plena integración en Europa.

Veinte y cinco años y seis días han sido necesarios para que aquel empeño del homenot de la ingeniería catalana se haya hecho realidad. Él, Albert Vilalta, ya no se encuentra con nosotros, pero su labor ha dado fruto. Y es de justicia que, cuando ya disfrutamos de los servicios internacionales, lo reconozcamos.