Al contrataque

Los desconocidos

Al igual que la Blanche de 'Un tranvía llamado deseo', siempre he confiado en la amabilidad de las personas que no conozco

Dos personas, una de ellas enferma, enlazan sus manos.

Dos personas, una de ellas enferma, enlazan sus manos.

MILENA BUSQUETS

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Mi amiga Carolina se encontraba en el aeropuerto de Buenos Aires a punto de coger un avión para regresar a Barcelona. Acababa de enterrar a su madre. Llevaba una maleta muy grande. Al pesarla, la chica del mostrador de facturación le dice:

–Su maleta pesa 26 kilos y el máximo son 23.

Carolina responde:

–Muy bien, pagaré el exceso de equipaje.

La chica la mira atónita e insiste:

–Pero ¿por qué no abre la maleta y saca algunas cosas y las lleva con usted en la cabina? Es absurdo pagar sobrepeso.

–Pagaré el exceso de equipaje  –repite Carolina.

Y añade:

–Es todo ropa de mi madre y ahora no la pienso abrir. La abriré cuando llegue a mi casa. ¿Dónde tengo que pagar?

Dos silenciosos lagrimones le ruedan por las mejillas.

La chica de la compañía aérea se la queda mirando un instante y responde:

–En ningún sitio. Pasa.

Y sin decir palabra, pega la etiqueta de exceso de equipaje en la maleta.

Hace unos días, regresaba yo a casa después de hacer unos recados por el barrio cuando, poco antes de llegar, vi a un perro desplomado sobre un costado en la acera y a su dueña en cuclillas acariciándolo y susurrándole mimos.

Los peatones pasaban por su lado y se detenían a preguntar qué ocurría y si necesitaba algo. La mujer, una chica más joven que yo, les respondía un poco irritada: «No ocurre nada, por favor, apártense, necesita espacio, aire». Para no molestar, me puse justo detrás de ella, y cuando hubo pasado la gente le pregunté: «¿Qué ha ocurrido? ¿Lo han atropellado? ¿Tiene alguna herida?». La chica se volvió sin levantarse y sin dejar de acariciar a su perro y me dijo:

«No, no, no ha ocurrido nada. Pero es mayor y a veces se cansa y ya no puede más. Entonces se tumba un rato y luego se levanta y regresamos a casa».

El perro yacía inmóvil sobre la acera, era de mi raza favorita (en perros y en humanos), callejero. Parecía muy mayor y muy cansado. Tenía el pelaje gastado y los ojos opacos y respiraba con dificultad. Murmuré: «Es muy mayor, pobre». Y la mujer replicó: «Sí, tiene 14 años, no sé durante cuánto tiempo más podrá salir de casa». En aquel momento, estúpidamente (me educaron para no perder la compostura), se me llenaron los ojos de lágrimas y a la dueña del perro también. Las dos, por pudor, desviamos la mirada. No me atreví a tocar al perro, le di unos golpecitos en la espalda a ella, le deseé que todo fuese bien y seguí mi camino.

En una de las escenas finales de Un tranvía llamado deseo, cuando un psiquiatra se está llevando a Blanche para internarla en el manicomio, ella le mira y le dice: «Gracias, quienquiera que seas, siempre he confiado en la amabilidad de los desconocidos». Yo también.