Pequeño observatorio

Los cafés, los ángeles y yo solo

Con el café somos pocos críticos. Lo tomamos sin exigir una calidad que pediríamos si se tratara de una copa de vino

LARGO CAMINOJordi Mestre, junto a un cristal en el que se ve la ruta del grano de café hasta llegar a la taza.

LARGO CAMINOJordi Mestre, junto a un cristal en el que se ve la ruta del grano de café hasta llegar a la taza.

Josep Maria Espinàs

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Yo soy un modesto consumidor de café. En principio solo tomo uno al día, habitualmente después de comer. Pero a menudo la cosa se complica. He quedado con alguien en un bar, en un restaurante. Siento como el amigo dice: «¿Tomarás un café?». Sí, por supuesto, compartir la bebida de un café –quiero decir uno cada uno- es la primera y posible complicidad. Hay cafetófilos desencadenados, y lo digo así porque conocí a un amigo que se bebía una docena cada día.

En mi juventud, cuando escribía novelas en los cafés, los camareros me traían uno, pero más de una vez me pasó que ni lo probé. Lo que intentaba escribir me tenía demasiado ocupado, mi cerebro había borrado todo lo que me rodeaba.

La internacionalidad del café es una gran y pacífica victoria del mundo árabe. No sé si en los árabes, en aquella cultura, había o hay tantas maneras de tomarlo como hoy: café solo, café con leche, café corto, café largo, con azúcar, sin azúcar ...

Leo en un suplemento de EL PERIÓDICO, la revista 'On Barcelona', que cada día se despachan miles y miles de tazas. Yo me atrevería a decir millones. La comparación es impresionante: «Cada día fluyen más líquidos por las cafeteras que los oleoductos».

Con el café somos pocos críticos. Bebemos un café sin exigir una calidad que exigiríamos si se tratara de una copa de vino. Un café sin un discreto aroma se parece un poco a una purga después de haber comido.

Un café no debe ser ni demasiado dulce ni demasiado amargo. Una frase atribuida al sacerdote y estadista francés Talleyrand dice esto: «Un café debe estar caliente como un infierno, debe ser negro como el diablo, puro como un ángel y dulce como el amor».

Yo no pido tanto. ¿Cómo podría exigir nada, cuando estoy escribiendo, si soy consciente de que no me empujan ángeles ni demonios, solo unas modestas palabras que pasean por mi cerebro?