El epílogo

El llanto de Bush

ALBERT SÁEZ

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George Bush Jr.ha quedirdo lavarse las manos antes de morir. En sus memorias se autopresenta poco menos que como un espectador privilegiado de las decisiones que tomaronDick Chenneyy el resto de antiguos amigos suyos que ahora alimentan el Tea Party. El expresidenteBush da ahora la razón a aquellos millones de manifestantes a los que su amigoAznaracusó de «pancarteros» y de enemigos de Occidente. Pero lo peor no es a quién da la razón, sino a quiénes deja tirados en la cuneta de la defensa de las armas de destrucción masiva en Irak.

¿Qué harán hoyBlair,AznaryBarroso cuando se desayunen con las memorias deBush Jr.? ¿Correrán a publicar las suyas para decir que ellos tampoco fueron y que se limitaron a cumplir sus órdenes? ¿Renegarán de su política? ¿Reconocerán que renunciaron a su soberanía para ponerse en manos de unos fanáticos que utilizaron el miedo de la América profunda para hacer un negociete en Irak?

¿Y los intelectuales? ¿Qué harán hoy los propagandistas de la causa sionista que nos insultaron a los que simplemente decíamos que tal vez no había para tanto? ¿Y las madres de los soldados muertos? ¿Cómo podrán asumir que sus hijos murieron porque en la Casa Blanca no había un estadista, sino un zampabollos?

Una confesión tramposa

La supuesta confesión deBushes una immensa trampa política y moral. Todo cuanto sucede bajo el mandato de un alto dignatario es de su responsabilidad. El principio también vale cuando es un progresista el que intenta quitarse las pulgas de encima. Cuando lamentamos el alejamiento de los ciudadanos de la política deberíamos pensar en este tipo de razonamientos. Lo que los ciudadanos no entendemos es que algunos se revistan con los estandartes del poder para ser simples convidados de piedra.

No,misterBush. Su obligación era verificar las informaciones que le inducían a ordenar un ataque. Y en su caso, oponerse a él si no tenía las condiciones necesarias para decidir. Pero ahora no puede hacer ver que pasaba por ahí.