El segundo sexo

La literatura es peligrosa

El poder siempre sospecha de los libros porque otorgan a los ciudadanos el arma del espíritu crítico

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NAJAT EL HACHMI

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Leo con gusto, devoro, la magnífica biografía de Montserrat Roig que ha escrito Betsabé García. Por regla general me cojo con muchas precauciones los libros que tratan vidas de escritores, no los soporto cuando son exploraciones morbosas de detalles íntimos sin ningún interés literario. 'Con otros ojos' es todo lo contrario. En sus páginas se plasma todo lo imprescindible para entender aún más la obra de la autora del Eixample: el contexto histórico en el que nació y creció, su formación, su evolución como periodista, los temas que marcan el contenido de sus creaciones. Uno de los aciertos del volumen es sin duda la descripción de los tiempos en que vivió Montserrat Roig, los de ella misma y los de su familia. Un tiempo marcado, refresquemos siempre esta memoria, por las dificultades de mantener viva la cultura y la literatura catalanas después de la guerra.

TIEMPOS DE SUPERVIVENCIA

Impresiona desde nuestro presente situarnos en una época en que esta tarea de pura supervivencia era llevada a cabo por iniciativas particulares, por personas que resistían -esta es la palabra, resistencia- resistían culturalmente en reuniones clandestinas en las casas o en las trastiendas. Los autores nacidos en aquella época no podían simplemente escribir para ser leídos por sus conciudadanos. Tenían que descubrir la propia tradición, la propia lengua y literatura enterradas por el franquismo.

Poco se lo habría imaginado Montserrat Roig que en el 2016, en plena democracia, con una Catalunya gobernada por una coalición independentista y una 'consellera' de educación de un partido catalanista, profesores de literatura, escritores y padres estaríamos pidiendo que la enseñanza de la literatura catalana no retrocediese en las aulas. De ello trataba ayer mismo en estas páginas el compañero Jordi Puntí, de la propuesta de Meritxell Ruiz de reducir las horas de literatura en bachillerato y dejarlas en dos semanales para dedicar una a la filosofía, y de la petición que le hace el colectivo Pere Quart de frenar esta iniciativa. Dice el manifiesto de dicho grupo de profesores de literatura catalana en la etapa de secundaria y en la universidad: «En el campo de la enseñanza, observamos alarmados una tendencia a la residualización de la literatura. Ahora mismo, se quieren reducir las horas de lengua y literatura del bachillerato, precisamente cuando se trata de consolidar la formación del alumnado para acceder a los estudios superiores. Y, además, se desvirtúa y entorpece la posibilidad de centrar un curso de este nivel en los contenidos literarios, tal como contempla el currículo, con el objetivo inconfesable de priorizar el trabajo lingüístico para superar la prueba de selectividad».

LENGUA Y LITERATURA

Pero no es nuevo ni exclusivo de nuestro rincón de mundo este ataque y menosprecio a la literatura, sea en la lengua que sea. Siempre ha existido esta idea: la lengua es una cosa y la literatura es otra y no hay que leer tanto para dominar un idioma.

Lo cierto es que la vinculación afectiva con cualquier código lingüístico pasa por fuerza por la lectura de sus obras literarias. Una lengua no tiene ningún sentido sin lo que ha producido. Defendida así, sin contenido, quizá sí que a la lengua catalana no le quedará más remedio que morirse. La literatura nos permite ser conscientes de la tradición en la que estamos inscritos, nos arraiga, nos hace desarrollar un sentimiento de pertenencia profundo que va más allá de cualquier bandera o ideología.

Leyendo a Montserrat Roig, por ejemplo, hacemos nuestra una parcela del momento histórico que ella vivió, con unos personajes muy concretos y una clase social determinada, también con la importancia de que eran mujeres sus protagonistas en un momento de implosión del feminismo. Los personajes bien construidos se nos meten muy adentro y pasan a convertirse en algo propio, no extranjero. Un país que no defiende su literatura, no puede decir que defiende su lengua, por mucho que así lo manifieste.

BAJO SOSPECHA

Pero esta actitud, de hecho, no tiene nada de sorprendente. El poder siempre ha puesto la literatura bajo un manto de sospecha, no le interesa porque proporciona a los ciudadanos el arma más poderosa que pueden tener para pedir cuentas a sus gobernantes: el espíritu crítico. Una masa de jóvenes con buenos conocimientos literarios es más difícil de manipular que otra que esté pegada a las maquinitas desde pequeños, unos juguetes que con los mecanismos adictivos de las máquinas tragaperras les hacen pasar anestesiados la etapa con más fuerza vital de su existencia.

Un buen libro hace entender profundamente la vida porque ofrece una representación llena de matices y, sobre todo, porque desarrolla una de las capacidades más importantes en un sistema democrático: la empatía, la habilidad de ponernos en el lugar del otro. Lo que lleva, por fuerza, a un robusto y fundamentado sentido de la justicia.