Leer i escrivir

EMMA RIVEROLA

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Sí, dan ganas de coger el lápiz y rectificar. Los errores parecen obvios, pero no para todos. Un niño disléxico no se percatará de la falta. No es vago, ni despistado, puede ser muy inteligente, pero su cerebro no está programado para leer letra a letra. No lo hará de niño ni de mayor. Siempre cometerá errores ortográficos. Para él, no existe una cura milagrosa, aunque sí recursos para salir adelante.

Cada vez que comienza un nuevo curso, los periódicos hablan de la dislexia. Recuerdan las elevadas cifras de afectados, entre un 5% y un 15% de la población. Y advierten de su traducción en fracaso escolar. No es un problema desconocido. En muchos países hace años que se tomaron medidas para facilitar a los niños disléxicos el aprendizaje. Algunas tan sencillas como priorizar los exámenes orales y las preguntas cortas, y no penalizar las faltas ortográficas. Pero en nuestras escuelas, todo depende de la voluntad del profesorado. En el mejor de los casos, quizás adviertan el problema y las familias busquen ayuda externa. En el peor, el déficit será interpretado como holgazanería o poca inteligencia. Las autoridades educativas parecen no darse por enteradas de un problema que afecta a uno o dos alumnos por aula. Y no solo condenan a miles de niños al fracaso y la frustración, sino que privan a la sociedad de su talento y pensamiento. Una pérdida que no podemos permitirnos.