LA VIOLENCIA MACHISTA
Las políticas europeas contra la ablación: el dilema de la triple alteridad
Es un reto pendiente derribar el tabú y los mandatos patriarcales que rodean tanto a la sexualidad femenina como al propio rito de la mutilación
Laura Nuño
Directora del Observatorio de Igualdad de Género de la Universidad Rey Juan Carlos y analista de Agenda Pública.
Laura Nuño
La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible incluye, entre sus numerosos compromisos, la erradicación de la mutilación genital femenina. Sin embargo, si la dinámica actual continúa, se estima que para esa fecha 86 millones de niñas habrán sufrido algún tipo de ablación. Este 6 de febrero se conmemora el Día Internacional de Tolerancia Cero con dicha práctica y quizás es un buen momento para evaluar las políticas públicas europeas en la materia.
La ablación es una forma de violencia de género que ocupa un lugar preponderante en el ordenamiento social y de género de las comunidades donde se practica, teniendo un valor ritualístico de primer orden en las cosmovisiones a las que se adhieren sus integrantes. La función social e identitaria transcendental que se le atribuye colisiona con su definición como violación de los derechos humanos y la consecuente prohibición de dicha práctica. Pero cuando una norma cultural de carácter identitario colisiona con una norma jurídica que emana de un Estado que se percibe como distante, la primera resta efectividad a la segunda.
Un enfoque estrictamente punitivo
Solo en nuestro país residen más de 17.000 niñas en riesgo de ser sometidas a la mutilación genital femenina. Sin embargo, las políticas públicas encaminadas a luchar contra el problema ponen el peso en un enfoque estrictamente punitivo que, en ocasiones, no hace la necesaria distinción entre los diferentes tipos de mutilación con una lesividad muy dispar; que contemplan desde una infibulación (Tipo III) hasta ligeras perforaciones (Tipo IV).
Conviene advertir que, aunque todas las mujeres se ven expuestas -en mayor o menor medida- a la opresión que supone la construcción de la diferencia sexual como complementariedad y jerarquía, las migrantes suman a la misma la alteridad cultural. Con diferente raza, etnia, religión, idioma o costumbres a los hegemónicos en el país de destino, sufren una intersección de factores que agravan y sofistican la discriminación.
En un contexto como el señalado, de no reconocimiento y exclusión para las mujeres migrantes, pueden cobrar especial valor o significado los ritos de paso que otorgan pertenencia al grupo humano del que proceden. De no someterse a los mismos, deben asumir las implicaciones personales y familiares que conlleva su no aceptación como miembro de su grupo étnico y cultura de origen. Una expulsión especialmente gravosa si se tiene en cuenta el peso que la familia y el grupo tienen en algunas culturas en la configuración de la identidad y el deshonor familiar que puede conllevar la renuncia al rito. De forma tal que la ruptura con los rituales grupales de pertenencia condena a las disidentes a una triple alteridad: como mujer, como extranjera y como persona que renuncia a sus orígenes y traiciona sus tradiciones.
Inclusión, empoderamiento y resignficación
Por ello, cualquier pretensión para prevenir prácticas culturales o ritos de paso lesivos para las mujeres en Europa, como es el caso de la mutilación genital femenina, ha de contemplar las implicaciones de dicha triple alteridad y activar políticas de inclusión, empoderamiento y resignificación que desactiven las dinámicas que sustentan la misma. Una intervención que ha de alejarse tanto de posiciones del paternalismo de la superioridad etnocéntrica como de un relativismo cultural acrítico con la escisión o cualquier otra forma de violencia de género.
Desde este marco, es un reto pendiente derribar el tabú y los mandatos patriarcales que rodea tanto a la sexualidad femenina como al propio rito de la mutilación, así como las resistencias que encuentra –en todas las culturas- la pretensión de reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.
Por ello, como propone Celia Amorós, frente a la noción acrítica del multiculturalismo, es preciso apostar por una concepción feminista intercultural que permita consensuar mínimos éticos de convivencia que hagan compatibles el respeto a los derechos humanos, las diferentes singularidades identitarias y el empoderamiento de las mujeres. Promover una equifonía, equipotencia o equivalencia de mujeres y hombres en la vida, las costumbres y la sociedad que permita una interpelación mutua de todas las prácticas culturales lesivas contra las mujeres, por el mero hecho de serlo, bajo la lupa de la dignidad individual.
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