La vida en un hilo

Daniel Day-Lewis, en un fotograma de 'El hilo invisible', de Paul Thomas Anderson

Daniel Day-Lewis, en un fotograma de 'El hilo invisible', de Paul Thomas Anderson

Josep Maria Pou

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Salgo del cine conmocionado, como me gusta. Camino por una Barcelona empapada. Huele a lluvia reciente. Voy dando tumbos, aturdido. Por evitar el goteo de los cornisas me meto en algún que otro charco. Aprovecho para ver mi reflejo a ras de suelo. Con la luz al bies de una farola en equilibrio, veo la imagen duplicada. Dos rostros que no son el mio, precisamente, sino los de los dos culpables de esa extraña situación. Atino a recomponerme y me digo: ¿salgo de ver una película de Paul Thomas Anderson o de Daniel Day-Lewis? ¿Quién de vosotros dos, pregunto, mirándoles en el charco, es el responsable final de esa joya que me ha desbaratado?

¿Salgo de ver una película de Paul Thomas Anderson o de Daniel Day-Lewis? ¿Quién de vosotros dos, pregunto, mirándoles en el charco, es el responsable final de esa joya, 'El hilo invisible', que me ha desbaratado?

Sigo a paso lento, el aire huele a limpio y un viento frio me devuelve a la realidad. Acierto a situarme: salgo de ver 'El hilo invisible', de Paul Thomas AndersonPaul Thomas Anderson, protagonizada por Daniel Day-LewisAnderson es, desde hace mucho (desde 'Magnolia', concretamente), mi director favorito. Day-Lewis me parece el actor más inquietante de estos tiempos. Un rostro impenetrable. Un enigma hecho carne. De los dos juntos (como antes en 'Pozos de ambición') solo podía esperarse una experiencia como la que acabo de vivir: un viaje deslumbrante, del que se despierta, al final, como de una pesadilla perversa.

Camino ya a paso normal en dirección a mi casa con la idea de sentarme a escribir esta nota y me digo que no quiero --no debo- contarles nada de la película. Que cada cual arriesgue -verla o no verla- hasta donde le lleguen las fichas de la apuesta. Satisfecho por mis ganancias, solo puedo lamentarme de haber visto la última interpretación de Daniel Day-Lewis, según lo que él mismo ha declarado. Yo le creo. Sus decisiones han sido siempre así de imprevistas. Y así de radicales. Hace 28 años abandonó el teatro en plena representación, dejando a Hamlet en mitad de una frase, y desde entonces no ha vuelto a pisar un escenario. Jamás. Ahora este hilo invisible de su despedida parece tejido con las fibras de su corazón. Y eso me hace creer que él mismo lo considera su mejor legado.