Pequeño observatorio

La música de los ciegos de Praga

Lo que nos acabamos llevando en nuestro viaje de pasajeros son las pequeñas anécdotas

El puente Carlos, en Praga.

El puente Carlos, en Praga. / periodico

Josep Maria Espinàs

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Es un hecho que me ocurrió ya hace mucho tiempo, pero nunca lo he olvidado.

Yo había llegado a Praga y me dedicaba a mi deporte preferido: pasear. Sin una rigurosa planificación. Pero era indiscutible que, una vez en Praga, tenía que ir a ver el río. Atravesé la ciudad y me encontré en la entrada de un puente, un magnífico puente sobre un río poderoso.

Era un puente largo y bastante ancho, repleto de turistas que lo utilizaban para ir a ver, al otro lado, algún monumento que no recuerdo, tal vez un gran palacio o santuario.

Me puse a la cola, pero no para ir a ver ningún monumento, sino para contemplar el paisaje desde el centro del puente.

Cuando llegué a la mitad del puente ya estaba harto de empujones y volví atrás, pensando que la cola no sería tan espesa. Y entonces lo vi. 

En un punto de aquel puente había un pequeño espacio ocupado por dos violinistas. Dos violinistas que conseguían, gracias a los movimientos de los arcos, disponer de un pequeño espacio libre.

Solamente pude escucharlos durante unos segundos, porque la gente empujaba. Dejé una moneda a sus pies, justo antes de que el gentío me obligase a continuar caminando. Era una masa implacable. Todos avanzábamos lentamente, en contraste con el al·legro que interpretaban los músicos.

Ah, me olvidaba: eran dos músicos ciegos. Supongo que se daban cuenta del gentío que iba pasando delante de ellos. Me hubiera gustado saber qué pensaban, qué sentían, cuando los envolvía aquella masa humana. Las pequeñas anécdotas, pienso, son lo que nos acabamos llevando en nuestro viaje de pasajeros.

Yo, con el paso del tiempo, he olvidado muchas cosas de Praga. Pero, para mí, aquellos músicos continúan tocando.