Al contrataque

La culpa es de la madre

Inmersas en la intensidad de los primeros tiempos de cuidar de los hijos, olvidamos que la maternidad sigue siendo más algo que nos pasa que algo que hacemos

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Najat El Hachmi

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A veces veo madres. Madres que corren por los parques con un trozo de fruta en la mano persiguiendo a sus retoños. La fruta la cortan amorosamente en casa, a pesar de saber la terrible verdad: que en el tiempo que pasa entre el momento en que la preparan y aquel en el que destapan con entusiasmo el táper en medio de la arena, se produce una oxidación inevitable, que significa menos vitaminas, que significa una calidad no óptima, no la mejor posible, de la dieta del ser tan querido que es su hijo único, lo que quiere decir que no es la mejor madre que podría ser. De modo que, mírenlas, las madres que corren por los parques: llevan encima un peso pesado e invisible. Es la culpa. Es tan abundante la culpa de las madres, tan pegajosa y pesada, que si alguien la quisiera reciclar la podría utilizar para asfaltar carreteras. Y hay tanta como quieran.

Cuenta Jane Lazare, en 'El nudo materno', cómo le condicionaron un montón de manuales sobre crianza que leyó después de tener su primer hijo. Se ve que en ellos quedaba claro que casi cualquier cosa que hiciera la madre podía suponer un daño irreparable a sus vástagos. Expertos de todo tipo, casi todos hombres, le decían cómo tenía que hacer el que sí es el trabajo más antiguo del mundo. Esto era en los años 70. Ahora los libros y revistas sobre crianza son una auténtica industria. Leerlos es acabar medio loca, desconfiar del todo del propio instinto, navegar entre corrientes ferozmente opuestas, tener acceso a un cúmulo de información tan grande que deberíamos preguntarnos cómo es que antes se podían tener hijos, cómo podían nacer criaturas y crecer como si nada, con unas madres absolutamente desinformadas que no sabían nada sobre la pirámide de los alimentos ni la cantidad de traumas infantiles que les podían provocar ellas mismas y que aparecerían, décadas después, en forma de fracaso en alguna de las facetas vitales del nuevo ser y sería, indudablemente, culpa de las madres.

La falta de tradición de crianza y transmisión de esta tarea también deja muy aisladas a las madres, solas con sus bebés y muertas de miedo. Por ello, Lazare pone el énfasis en el alivio que le supuso tener a la suegra en casa durante los primeros días, una mujer afroamericana que había cuidado de sus hijos sin ningún manual, que no cargaba con el alquitrán de la culpa. Este tipo de maternidad obsesiva, como si todo dependiera de nosotras, queriendo controlar todos y cada uno de los elementos que influyen en nuestros hijos, es en realidad muy occidental y muy de clase media. Madres que no tienen otra cosa que hacer en la vida que estar pendientes del niño en todo momento, preocupadas por el aire que respira, por los juegos a que juega, por su desarrollo cognitivo, etc. 

Lo que olvidamos las madres inmersas en la intensidad de los primeros tiempos de cuidar de los hijos es que la maternidad sigue siendo más algo que nos pasa que algo que hacemos.

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