NÓMADAS Y VIAJANTES

Kosovo, sí; Crimea, no

RAMÓN LOBO

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Belgrado perdió Kosovo el 17 de febrero del 2008. ¿O fue antes, cuando practicaba el apartheid con la mayoría albanesa? Para la mitología serbia, allí está el origen de su nación; es donde el rey Lazard perdió el trono y la vida ante el Ejército otomano. Fue en 1389, en la batalla de Kosovo Poljie. Han pasado más de seis siglos, pero la herida no deja de sangrar alimentada por la Iglesia ortodoxa, los ultranacionalistas y los oportunistas. Es algo que afecta a los sentimientos más que a la razón, sobre todo cuando el Kosovo real fue el estercolero adonde se enviaban los funcionarios corruptos, una zona de castigo. Belgrado no cuidó su cuna.

Antes de la independencia, vivían en Kosovo cerca de 1,8 millones de albaneses y unos 200.000 serbios, poca cosa para tanto mito medieval. Tras empezar y perder tres guerras balcánicas en los años 90 -Eslovenia, Croacia y Bosnia-, el líder serbio de aquella época, Slobodan Milosevic, lanzó una cuarta contra la mayoría albanesa. El ataque de la OTAN en 1999, con bombardeos en Belgrado, desalojó de Kosovo a las tropas serbias y las reemplazó con la ONU.

Durante nueve años de protectorado internacional, EEUU y la UE pudieron elegir entre preservar la unidad territorial que se invoca hoy en Crimea o favorecer la secesión de Kosovo. Escogieron el tancredismo: no hacer nada, esperar. Tras el asesinato en marzo del 2003 del primer ministro serbio, el reformista Zoran Djindjic, Belgrado aparcó su transición democrática y regresó al sótano de la película Underground, de Emir Kusturica. En el retroceso perdió Kosovo. Nadie puede pedir a un maltratado que vuelva con su maltratador.

La independencia de Kosovo fue un éxito de EEUU y la UE y un fracaso de Belgrado y de su aliado histórico: Rusia. Vladimir Putin no olvida aquella lección. Cuatro de los 28 países de la UE siguen sin reconocer al nuevo estado: España, Rumanía, Chipre y Eslovaquia. Para España es un asunto de política interna.

La caída de Víktor Yanúkovich en Ucrania fue un revés para el Kremlin. Occidente conquistaba una nueva casilla en el tablero de ajedrez heredero de la guerra fría. Ya he escrito sobre la importancia de la península y de la Flota del Mar Negro. Solo añadir que para Rusia, Crimea no es un asunto emocional, como Kosovo para los serbios; es la diferencia entre sentirse seguro o inseguro.

El método empleado por Moscú no ha sido el mejor, ni legal, pero tampoco lo fueron los bombardeos de la OTAN sobre Serbia y Kosovo en 1999. ¿Se esgrime la legalidad internacional en Crimea y se olvida Kosovo? ¿Hubo acaso entonces un permiso del Consejo de Seguridad de la ONU? No lo hubo porque Rusia tenía derecho de veto.

La reacción de EEUU y la UE tras la ocupación rusa de Crimea, las amenazas, las sanciones y las bravatas no resuelven el conflicto de Crimea; tampoco el de Ucrania. Los líderes deben solucionar problemas, no agravarlos. Rusia demanda garantías a largo plazo para su flota y en Kiev no hay nadie, de momento, que se las pueda dar. Habría sido más inteligente trabajar en un pacto y no lanzarse a una guerra de palabras.

El Parlamento de la plaza de Maidán aprobó torpemente una ley que limitaba el uso de las lenguas que no fueran el ucraniano (¿nos suena?); esto dio excusa a los rusos de Crimea y sus patrocinadores de Moscú para sentirse perseguidos y poner en marcha un plan B. Este debía estar durmiente desde la caída de la URSS en espera de una oportunidad.

El Parlamento de Crimea ha aprobado los primeros pasos para la secesión. ¿Es menos Parlamento que el de Kiev? Si sale  en el referendo de marzo, la situación será irreversible y Putin se quedará sin bazas para negociar. Una mala jugada del Kremlin.

Fronteras peligrosas

Las fronteras son un asunto peligroso. Tantos imperios y guerras han convertido las fronteras internas de Europa y la difunta URSS en un asunto de alto voltaje. Las lindes se quedaron donde se quedaron por cansancio de guerra o por el mercadeo de la paz. Mudar una casilla pone en marcha la cascada de las fichas de dominó.

Hillary Clinton, principal baza demócrata en el 2016, compara a Putin con Hitler. Es una desmesura porque quizá deberá tratar con él en el 2017. Los escandalizados por Crimea no dijeron nada durante las matanzas en Chechenia. Uno no se escandaliza por los valores pisoteados, sino por quién los pisotea, si es amigo o enemigo. Una prueba del deterioro ético de los que nos consideramos mejores.