La isla de los hijos únicos

Si hubiera nacido en China y no en España, no tendría dos hijas sino una. Procedería de una familia numerosa, pues en China en 1965 (cuando nací) la media de hijos por mujer rozaba los seis, pero me habría tenido que adaptar a ser madre de un solo vástago. Los hijos de mis hermanos, sus primos, habrían sido muy valiosos, pues serían el único miembro de familia de su misma generación. Este es el valor principal de los hermanos: son testigos de tu infancia como tú de la suya y ayudan a soportar el peso de la neurosis de los padres. Pero mi hija única se habría juntado solo con otros hijos únicos y habría tenido a su vez un hijo único, este ya sin primos con los que dividir la carga familiar.

Me pregunto cómo será una sociedad que desde 1979 cría a millones de hijos únicos con la inevitable atención desproporcionada, y recuerdo la película Caro diario de Nanni Moretti. En un episodio visita la isla Salina. Todas sus amistades tienen solo un hijo. Constata con estupor como estos preciados niños se han hecho con el control doméstico y social. Comunicarse por teléfono, por ejemplo, resulta imposible, pues siempre responde el crío a su antojo y obliga al interlocutor a juegos y chanzas infantiles, sin que el adulto llegue nunca a hablar con quien busca.

La semana pasada el Gobierno chino permitió tener un segundo hijo con argumentaciones de orden económico: su población tiene una tasa de envejecimiento alarmante, se necesitan nuevos cotizantes a la seguridad social y más mano de obra. Pero escapa otro aspecto, ese de los sentimientos de quien ha crecido solo frente a quien ha crecido aprendiendo a compartir, a esperar, a no ser protagonista. Los españoles, entre los que sin necesidad de leyes impera la norma del hijo único, vemos muchos niños sobreprotegidos, sobreatendidos, que son el epicentro de nuestra sociedad de consumo. ¿Cómo les vamos a explicar que no sean individualistas? Nosotros les hemos hecho así.