Insultos y sanciones en el fútbol

Insultar al árbitro debería ser castigado con una fuerte multa por el principio de proporcionalidad e individualidad de un castigo

JOSÉ LUIS PÉREZ TRIVIÑO

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La suspensión de dos partidos al jugador del Barcelona Javier Mascherano, por la ya conocida por todos expresión utilizada a la hora de dirigirse al colegiado, pone de nuevo sobre la mesa la justificación en el mundo del fútbol de las sanciones a los insultos y manifestaciones de menosprecio hacia los árbitros. La delimitación de dichas reprochables expresiones genera problemas prácticos que, a su vez levantan suspicacias entre los aficionados cada vez que el órgano encargado de medir la sanción se ha de pronunciar. Y es que se prestan a una inevitable arbitrariedad.

Por un lado, parece razonable que en el fútbol, como en cualquier práctica deportiva, haya el máximo nivel de respeto entre los contendientes y de estos con el árbitro. Solo así este puede mantener su autoridad en el terreno de juego. Pero, por otro lado, también puede pensarse que, dada la tensión y rivalidad propia del partido, aquellas manifestaciones verbales son inevitables. Desde este punto de vista se sostiene que la mayoría de las ocasiones no implican ninguna -o al menos relevante- merma de la autoridad del árbitro. Incluso se podría llegar a pensar que dado el uso generalizado por parte de una sociedad de tales expresiones, estas no tienen fuerza «insultante» sino que deberían entenderse como mera expresión de enojo con uno mismo (o con el rival o con el árbitro) y una forma de expulsar la tensión acumulada, por lo que el hecho de sancionarlas podría originar un mayor grado de enfado y de cuestionamiento de la labor arbitral. Un ejemplo de ello es la Liga inglesa en la que el árbitro hace caso omiso y continúa con el juego, sin que ello afecte a su labor arbitral.

Distinción entre insulto y menosprecio

También habría que preguntarse hasta qué punto es diáfana la distinción entre insulto y menosprecio y si están los criterios sociales suficientemente asentados para su delimitación. Desde luego, en el reglamento de la Federación Española de Fútbol (artículos 94 y 117) no lo está, lo cual explicaría la sensación de arbitrariedad que en ocasiones generan dichas sanciones.

Pero no solo es discutible la regulación de los insultos y menosprecios, sino también las sanciones de las que se acompañan, en especial, la suspensión de partidos. En este orden de cosas, cabría plantearse hasta qué punto no sería más efectiva y justa la imposición de una fuerte sanción económica al deportista en lugar de la suspensión de un determinado número de encuentros, puesto que en este último caso se está castigando, por un comportamiento individual, a un colectivo -al club-, a los aficionados del propio club, e incluso a los de otros equipos deseosos de ver jugar al futbolista sancionado. Imagínense la suspensión de varios partidos a Messi o Cristiano Ronaldo por las mismas expresiones que profirió Mascherano o que, aquellos partidos de suspensión incluyeran la disputa de un clásico. Parece que claro que entonces las suspensiones adquieren un mayor grado de desproporción. En cambio, la multa resultaría más acorde al principio de proporcionalidad e individualidad que se presupone en el establecimiento de sanciones: solo afectan a quien cometió la falta y es indiferente el partido en el que falta tuvo lugar.

El ejemplo de Luis Suárez

Por otro lado, también hay que ser realista y es que las multas por sí solas tampoco consiguen siempre la finalidad perseguida y para muestra el ejemplo de Luis Suárez que, entre 2010 y 2011, fue sancionado hasta con 27 partidos de suspensión por mordiscos e insultos racistas, e incluso con fuertes multas económicas (hasta 50.000 euros por un mordisco) sin que ello evitara la reiteración, en especial el famoso mordisco a Chiellini que le costó una sanción de varios meses.

No deja de ser curioso que Luis Suárez haya tenido un comportamiento impoluto desde entonces, lo cual nos haría pensar en la efectividad de la sanción que conlleva la suspensión de partidos. Pero lo cierto es que la razón última del cambio de comportamiento parece haber sido más bien el que se sometiera a tratamientos educativos y psicológicos. Y esto lleva nuevamente a la raíz última del problema: la tolerancia social de los insultos y la falta de una política que inculque el civismo entre los jugadores.

En este sentido, algo más de lo que se está haciendo por las autoridades deportivas se necesita si queremos que el viejo refrán que describe al fútbol como «un deporte de caballeros jugado por villanos» deje de ser algún día falso. En este sentido, no estaría mal que se tomara ejemplo del rugby -un deporte de villanos jugado por caballeros-, donde entre otras cosas impera la regla de que únicamente el capitán pueda dirigirse al árbitro, y solo en términos de 'señor'.