Un infatigable luchador

RAMÓN LOBO

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Decenas de líderes y políticos mediocres, cobardes, mezquinos y corruptos se han llenado la boca de elogios estos días en un intento de hacerse una foto 'postmortem' con el mito. Resulta ofensivo, pues ninguno tiene nada que ver con Nelson Mandela, con lo que representa. Se trata de una impostura más de los que viven de la simulación. Mandela no es suyo, pertenece a los que luchan, a los que sufren.

De lo escrito estos días destacaría un larguísimo texto de Bill Keller, exdirector del diario 'The New York Times', quien conoce bien Sudáfrica. Es de lectura obligatoria: muestra luces y sombras. Entre las últimas destaca su tolerancia con su segunda mujer, Winnie Mandela, con sus excesos y su corrupción manifiesta; también una cierta incapacidad en la gobernanza cotidiana y su encantamiento con el mundo de los poderosos, los focos y la adulación desbordada. La grandeza de Mandela es que supo transcender incluso a sus defectos y errores.

Keller dibuja un hombre que salió de prisión en 1990 sin rencor ni odio, sin deseo de venganza, una rareza entre los revolucionarios que alcanzan el poder. Mandela tenía convicciones profundas, una estrategia política y una cabezonería a prueba de desilusiones. También, un olfato especial para transformar los detalles en una expresión de la gran política. Dos ejemplos, uno célebre, otro menos: la utilización del campeonato mundial de rugby para unir al país detrás de una selección blanca que había sido símbolo del 'apartheid' y el gesto de invitar a su toma de posesión como presidente a uno de sus carceleros. Era un tipo con una enorme confianza en sí mismo, excelente orador. Disfrutaba en el arte de persuadir.

Aplastante victoria

Keller recuerda una frase de Mandela, que es una declaración de principios, un programa de Gobierno: "Los líderes no se pueden permitir el odio". Buscó desde muy pronto la reconciliación, incluso desde la prisión de Robben Island. No quiso convertir su aplastante victoria electoral de 1994 en un cheque en blanco, en un rodillo. Optó por convertir ese éxito en una oportunidad de generosidad.

Su Gobierno no fue eficaz en la lucha contra el sida y el crimen. Eran asuntos para su vicepresidente y sucesor Thabo MbekiMandela se reservaba para los imposibles, para la misión titánica de crear un Estado multirracial sin vencedores, y que la mayoría negra soliviantada por décadas de humillación aceptara el camino de la paz en lugar del de la revancha. La magnanimidad de Mandela, sostiene Bill Keller, procede de su seguridad de que las ideas que defendía eran moralmente superiores a las de sus enemigos. Entró en prisión con 44 años y salió con 71.

En la mayoría de las fotografías que pueblan estos días las primeras páginas de los periódicos, las que ilustran necrológicas y artículos, aparece un Mandela viejo, el Mandela estadista, el icono pop. Es la imagen menos perturbadora para Occidente. La revista 'The New Yorker' optó por un dibujo de Mandela joven, puño en alto. Ese Mandela es el que dirigía una organización armada que cometía atentados contra un Estado que ejercía el terror. El Estado racista lo condenó por terrorismo. Borrar a ese Mandela guerrillero es una forma de no querer hacerse preguntas sobre el derecho a la lucha en una dictadura y los límites de esa lucha.

Otro de los aciertos del Mandela estadista fue la creación de una Comisión de la Verdad presidida por otro hombre excepcional, el obispo anglicano Desmond Tutu. Algunos críticos sostienen que no logró sus objetivos, pero fue la representación pública del dolor causado por el régimen racista. Fue también la representación de la necesidad colectiva de reconciliación.

Algunos de los líderes que se han llenado la boca de epitafios grandilocuentes son españoles, unos de los países del mundo con menos 'Mandelas' por metro cuadrado. En España nunca hubo verdad, ni justicia, ni perdón; tampoco reconciliación entre víctimas y verdugos más allá de bandos y siglas. No hubo generosidad. Tampoco obispos Tutu. Solo silencio, olvido y vencedores. No celebremos a quien no nos corresponde. Suena a herejía.

Mandela entra en la historia de África como uno de los grandes del continente. Ahí le esperan Kwame Nkrumah (presidente de Ghana, primer país en independizarse en 1957) y Julius Nyerere (Tanzania), que dejó la presidencia casi tan pobre como entró en ella. Los tres tienen aciertos y errores: unos más, otros menos. No fueron perfectos, pero sí ejemplares. Porque lo extraordinario en esta época no es el gobierno excelso, sino la ética inquebrantable. Buen viaje, Madiba.