El turno

No hay piedad para el ángel dopado

ANTÓN Losada

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Lo más asombroso de los casos de dopaje lo constituye siempre la increíble cantidad de gente que lo sabía desde el principio, pero aguardó a que fuera destapado por la Guardia Civil para decírtelo. Ya sabían ellos que los otros les ganaban porque hacían trampa, les oyes afirmar con una decencia desasosegante. Llama tanto la atención la velocidad de plusmarquista que emplean portavoces políticos y altos cargos para separarse del imputado, estableciendo marcas que baten los registros de récord acreditados en su día para situar sus jetas eufóricas en las fotografías de las medallas ganadas por el ángel caído.

Parafraseando al maestro Yoda, las marcas publicitarias tienen el dinero y el dinero quiere marcas deportivas; las audiencias millonarias requieren héroes y las hazañas requieren de lo excepcional y, lamentablemente, el cuerpo humano y la teoría de la evolución tienen sus límites. Que el todo vale encuentre su camino solo es una cuestión de tiempo. Donde unos denuncian juego sucio, otros simplemente dicen planificar mejor la eficiencia en el rendimiento deportivo. Tenía razón Borges: habría que inventar un juego en el que nadie ganara.

Desde que la Operación Galgo empezó a esprintar, se han sucedido expresivas y frondosamente teatrales muestras de indignación, comunicados apelando al juego limpio repletos de adjetivos contundentes y sonoros, y apelaciones épicas o melodramáticas al deporte sin trampas. Lo que cuenta es asegurar las inversiones de las marcas, los índices de las audiencias y la credibilidad de los éxitos. No hay piedad para el juguete roto. Los deportistas dopados envejecen rápido, poco y mal, en soledad, en silencio y en el olvido. Lo peor del dopaje no es el daño irreparable que hace al deporte español en el mundo. Les cojan o no, lo más triste y doloroso lo acaba delatando el rastro de cuerpos herrumbrosos y vidas desgarradas que deja a su paso, porque a nadie le importa. Twitter@antonlosada