IDEAS

Mi vida en la CIA

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JORDI PUNTÍ

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Hay nombres que parecen hechos para olvidar, o al menos para que pasen desapercibidos. Siempre he creído que era el caso de Harry Mathews, con ese aire de seudónimo. Podría ser un defensa mediocre del Sunderland, un actor secundario en una película de James Bond, el cliente más sobrio de un pub irlandés. Quizás por esta razón, he tardado varios meses en saber que en enero pasado murió, a los 86 años, el Harry Mathews que yo conocía. Era un escritor singular, un americano en París, un francés en todas partes, y además estoy seguro de que estos últimos meses pensé en él más de una vez -pensé en él como si aún estuviera vivo-, en concreto relacionándolo con las noticias que hablaban de la destitución del director de la CIA, James Comey.

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En París, el nombre anodino de Harry Mathews destacaba en medio de los nombres franceses de Georges Perec o Raymond Queneau, ya que él fue el primer miembro estadounidense del Oulipo, el Obrador de Literatura Potencial. Su obra partía menudo los experimentos lingüísticos, también como traductor, para construir novelas juguetonas como 'Cigarrillos' o 'El náufrago del estadio Odradek', pero los alternaba con propuestas más autobiográficas, como el dietario 'Veinte líneas cada día' y el pequeño volumen 'Le verger', donde utiliza la fórmula del "me acuerdo" para revivir su amistad con Georges Perec, precisamente.

De todos modos, el libro que recientemente me ha hecho pensar en él son unas memorias tituladas 'Mi vida en la CIA' (2005). Resulta que en los años 70, cuando vivía en París, en plena crisis de Vietnam y del Watergate, empezó a correr el rumor de que Harry Mathews trabajaba para la CIA -de hecho, tiene nombre de agente de la CIA-. Al principio él lo negaba, pero pronto se dio cuenta de que le salía más a cuenta el equívoco, e incluso creó una agencia de viajes falsa como tapadera: se llamaba Locus Solus. A partir de aquí, cada detalle en la vida de Harry Mathews, incluso las cosas más banales, hacía pensar en un espía que escondía algo. Ahora, en esta época de manipulaciones de Donald Trump, de paranoias y juegos de la guerra fría, es un divertimento para releer. Antes, sin embargo, alguien debería traducirlo.